SAÚL MONREAL ÁVILA
Amigas y amigos que nos siguen a través de Las Noticias Ya, como senador de la República y como ciudadano comprometido con el bienestar de nuestra nación, no puedo guardar silencio ante el capítulo que recientemente hemos cerrado en la vida pública de México: la conclusión del encargo de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, particularmente de quien fuera su presidenta, Norma Piña.
Ella misma ha declarado que su periodo estuvo marcado por el asedio, la adversidad, y la agresión. Sin embargo, me parece indispensable señalar, con respeto, pero con firmeza, que esa narrativa contrasta de manera frontal con la realidad que día a día enfrentan millones de mexicanos. Porque las verdaderas víctimas no han sido los ministros ni las ministras, sino el pueblo noble y trabajador que por décadas ha soportado un Poder Judicial secuestrado por intereses contrarios a la justicia.
Durante la gestión de la ministra presidenta, lejos de abrirse las puertas a una transformación profunda del máximo tribunal, se reforzó un modelo de privilegios y de opacidad que tanto daño ha causado.
Las decisiones de la Corte, en lugar de privilegiar la voz del pueblo y los principios de equidad, en demasiadas ocasiones se inclinaron hacia la protección de élites económicas y de grupos que históricamente han impuesto sus intereses sobre los derechos de las mayorías.
No podemos pasar por alto que, bajo este liderazgo, la justicia siguió viéndose como un bien al alcance de unos pocos, y no como un derecho universal. Cuando un tribunal supremo se percibe lejano, atrincherado en su pedestal, aislado de la gente y de sus verdaderos problemas, lo que se profundiza no es la confianza, sino la desconfianza en las instituciones. Y México no puede permitirse ese lujo.
La justicia no debe servir para blindar privilegios ni para mantener intactos los muros que separan a los poderosos del resto de la sociedad. Por el contrario, la justicia debe ser una herramienta viva que garantice igualdad, que otorgue certidumbre y que proteja, sobre todo, a quienes menos tienen.
Nuestro país merece una Suprema Corte que no se victimice desde la comodidad de sus altos cargos, sino que escuche, atienda y responda a las necesidades del pueblo. Una Corte que recuerde que su legitimidad proviene del mandato constitucional, pero también del mandato moral de servir a la gente.
Hoy tenemos frente a nosotros la gran tarea de seguir impulsando una reforma profunda del Poder Judicial. No se trata de debilitar instituciones, sino de devolverles su esencia: la de ser garantes de justicia real, accesible y transparente.
El pueblo merece ser escuchado. Y merece, sobre todo, ser defendido.
Sobre la Firma
Diputado, exalcalde, voz opositora firme
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