CLAUDIA G. VALDÉS DÍAZ
En Zacatecas, donde el Estado ha perdido el pulso de la calle y la política se ha convertido en una coreografía hueca de ambiciones personales, la voz del obispo Sigifredo Noriega Barceló irrumpe con la fuerza de quien se ha cansado del disimulo.
No es la primera vez que habla, pero sí una de las pocas en que lo hace con esta claridad. Lo que denuncia no es un detalle menor: las campañas políticas adelantadas no sólo violan la ley, sino que lastiman lo poco que queda del tejido social.
El prelado no se anduvo por las ramas. Dijo que estas maniobras proselitistas anticipadas representan una “pérdida de tiempo” para los funcionarios públicos, pero fue más allá: advirtió que también significan una “pérdida de esperanza”. En un estado golpeado por la violencia, la pobreza y el abandono institucional, esas palabras resuenan como campanadas lúgubres. No es sólo que los políticos estén distraídos; es que están ausentes.
Noriega Barceló también tocó un punto crucial: el uso indebido de recursos públicos. Recordó, con la serenidad de quien conoce el terreno que pisa, que la ley es clara. Lo lamentable, dijo, es la impunidad. Así, la doble falta se consuma: campañas adelantadas financiadas con dinero que no es propio. Es el saqueo de lo público en nombre de lo personal.
En ese contexto, la disputa por la municipalización del servicio de tránsito en Fresnillo —convertida ya en conflicto innecesario y arma política— no es más que otro síntoma de la descomposición. Lo importante no es si el cambio es viable o no, sino cómo se manipula el debate para posicionar actores, lanzar mensajes cifrados, preparar el terreno para lo que viene: la elección de 2027.
Mientras tanto, el secretario general de Gobierno, Rodrigo Reyes Mugüerza, estrena un espacio mediático bautizado con sorna ciudadana como “Pregúntale al Ro”. Una suerte de “Aló, presidente” en versión doméstica. El acto no informa: distrae. No aclara: acalla. No rinde cuentas: actúa. En un estado al borde, es una broma de mal gusto.
En este paisaje donde las campañas importan más que las soluciones, donde se gobierna para la encuesta y no para la gente, la denuncia del obispo no debería pasar desapercibida.
Su advertencia no es ingenua ni neutral. Es un llamado al orden, al respeto, a la cordura. Una súplica para que los políticos recuerden que el poder no es un premio, sino una carga. Y que el pueblo no es rehén de sus aspiraciones.
Cristo sea tu paz, dijo Noriega. Pero la paz, en Zacatecas, parece lejana mientras los que mandan juegan a sucederse a sí mismos.
El simulacro de la transparencia
Los expedientes son claros. Tres municipios distintos. Tres historias idénticas: funcionarios que no rindieron cuentas, millones que desaparecieron, documentos que se esfumaron como si nunca hubieran existido. El guion se repite, como si en Zacatecas se tratara de una tragicomedia interminable, ensayada hasta el cansancio por actores que nunca cambian de papel. En Villa de Cos, un millón de pesos —dinero para obras sociales— fue desviado con un trazo burocrático para pagar liquidaciones. En General Enrique Estrada y en Francisco R. Murguía, lo que desapareció no fue sólo la cuenta pública: también se esfumaron las pólizas, los cheques, los rastros de cualquier movimiento que pudiera delatarlos.
La Fiscalía vincula a proceso —mucho, pero mucho tiempo después del trabajo realizaod y entregado por la Auditoría Superior del Estado—. Los imputados publican desplegados donde afirman su inocencia. Todos actúan según lo dictado por el libreto institucional: la coreografía de la legalidad, tan ensayada como estéril.
¿Y la justicia?
El problema no es sólo la corrupción, sino su normalización. En Zacatecas no escandaliza ya que falten cuentas públicas o que el dinero del pueblo termine en manos de burócratas premiados con finiquitos de oro. Lo que alarma es que este tipo de procesos —legítimos, necesarios, mediáticos— se anuncian como logros históricos cuando deberían ser apenas el punto de partida. Porque si la rendición de cuentas sigue dependiendo de una denuncia aislada, de una auditoría accidental o de un escándalo momentáneo, entonces no hay sistema: hay azar.
La transparencia no puede seguir siendo un acto de voluntad política, sino una obligación implacable. Pero mientras no se reconfigure la estructura que permite y tolera estas omisiones —una cultura institucional de encubrimiento, una ciudadanía resignada, una clase política que aplaude mientras roba— los nombres cambiarán, pero el fondo seguirá intacto. Lo que se celebra hoy como una muestra de justicia, mañana será solo otro archivo en el cementerio de los casos olvidados.
Aquí nadie se robó un millón de pesos. Se robaron la esperanza de que las cosas puedan ser distintas.
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