CLAUDIA G. VALDÉS DÍAZ
En Zacatecas, el poder siempre ha tenido un viejo sueño: un sindicato obediente. Uno que no cuestione, no exija, no estorbe. Un sindicato domesticado, que ladre solo cuando el amo lo ordena.
Hoy, ese sueño parece volverse política pública.
La reciente suspensión de licencias sindicales ordenada por el todavía inquilino de La Casa de los Perros no es una simple medida administrativa. Es un golpe directo al corazón de la organización laboral. Un intento de asfixia legal contra quienes todavía se atreven a reclamar lo que la ley —y la dignidad— les reconoce.
El Frente de Sindicatos de Trabajadores de la Educación de Zacatecas —integrado por el SUTUTEZ, SPAUAZ, Supdacobaez, SNES, SNTE 58 y SITTEZ— se ha unido por una razón sencilla y grave: el Estado está violentando los derechos pactados en sus contratos colectivos de trabajo.
El argumento oficial suena impecable en el papel. Ernesto González Romo, titular de la Secretaría de la Función Pública, asegura que pagar licencias sindicales podría implicar responsabilidades penales. Que el dinero público, dice, “debe destinarse a su fin original”. Que los líderes sindicales deben financiarse con sus cuotas. Y que así lo exige la Ley de Austeridad del Estado.
En apariencia, el gobierno se viste de legalidad. Pero detrás del discurso de la “disciplina financiera” se esconde otra lógica: la del control. Porque lo que está en disputa no es una partida presupuestal, sino la autonomía de los sindicatos frente al poder político.
Las licencias sindicales existen para que los representantes puedan defender derechos sin temor a perder el salario o la antigüedad. Son el respiro que garantiza la libertad de asociación. Si el Estado las cancela, los dirigentes deberán cumplir su jornada laboral y, sólo después, hacer trabajo sindical. En la práctica, eso equivale a condenarlos al silencio.
Samuel Flores González, del SUTUTEZ, lo dijo con claridad: “Esto deja a los trabajadores en total indefensión”. Lo que la administración llama austeridad, los sindicatos lo traducen como desmantelamiento. Y no les falta razón.
Porque no es austeridad cuando se recorta la voz de los trabajadores, mientras los altos funcionarios siguen acumulando asesores, camionetas y viáticos. No es disciplina cuando se ignoran contratos colectivos firmados en regla. Es, más bien, una versión moderna del viejo autoritarismo burocrático: golpear al intermediario para dejar al trabajador solo frente al poder.
Gerardo García Murillo, del Supdacobaez, fue más directo: “El gobierno quiere tumbar a los sindicatos”. Y no es una metáfora. La estrategia es vieja: primero se deslegitima al gremio, luego se congelan sus prerrogativas, después se fragmenta su representatividad. Al final, los sindicatos sobreviven como fachadas, con líderes agotados, sin recursos ni fuerza moral.
El discurso oficial cita leyes locales, pero olvida la Constitución. El artículo 14 es claro: ninguna ley puede aplicarse retroactivamente en perjuicio de los derechos adquiridos. Y los contratos colectivos no son dádivas: son pactos legales, fruto de luchas que costaron huelgas, despidos y vidas.
La defensa del gobierno se sostiene en tecnicismos, pero se desmorona en ética. La Ley de Austeridad, por sí sola, no puede anular derechos laborales. Y cuando un gobierno de izquierda utiliza el lenguaje de la burocracia para justificar el retroceso sindical, algo se ha torcido en su conciencia ideológica.
Los líderes sindicales no son santos, cierto. Algunos convirtieron las licencias en prebendas personales. Pero castigar al movimiento completo por los excesos de unos cuantos es tan absurdo como cerrar las escuelas porque un maestro cobra doble plaza. La corrupción no se combate debilitando derechos, sino haciendo valer la ley para todos.
El gobierno dice que se ampara en la Función Pública. Los sindicatos, en la historia. Y la historia tiene memoria: cada vez que el Estado mexicano ha intentado disciplinar a los gremios, ha terminado abriendo la puerta al caos. Porque un trabajador sin defensa es un ciudadano sin voz.
En los próximos días, los sindicatos solicitarán una reunión directa con el gobernador. No piden privilegios, sino respeto. Si el Ejecutivo insiste en su cerrazón, habrá movilizaciones, amparos y paros. No por capricho, sino porque la dignidad no se negocia con decretos.
David Monreal enfrenta su propia paradoja: querer gobernar en nombre del pueblo, mientras se enfrenta a quienes representan al pueblo trabajador. Quizá alguien le vendió la idea de que un sindicato débil es sinónimo de gobernabilidad. Pero la historia enseña lo contrario: los gobiernos que debilitan sindicatos acaban debilitándose a sí mismos.
En Zacatecas, el poder ha vuelto a confundir orden con obediencia. Pero los sindicatos —golpeados, cansados, divididos— parecen haber encontrado en la adversidad una causa común. Y eso, en un Estado que ya se creía dueño de los silencios, es el primer signo de que la rebeldía todavía respira.
Sobre la Firma
Periodista especializada en política y seguridad ciudadana.
claudia.valdesdiaz@gmail.com
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