CLAUDIA G. VALDÉS DÍAZ
Antígona no nació en Tebas: vive en Zacatecas.
Es la mujer que se enfrenta al poder que manda callar, la que cava con las uñas cuando el Estado se cruza de brazos. En la tragedia de Sófocles, desobedece al rey Creonte para dar sepultura a su hermano, porque entiende —con esa sabiduría que sólo da el amor— que ninguna ley humana puede estar por encima de la justicia divina.
“No temo a la voluntad de ningún hombre”, dice. Y en esas palabras caben todas las que, aquí, se niegan a obedecer al silencio.
En este sexenio del todavía inquilino de La Casa de los Perros, el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas contabiliza 3 mil 950 zacatecanos desaparecidos. De ellos, mil 896 siguen sin nombre, sin cuerpo, sin tumba. Son los ausentes que ni el gobierno encuentra ni el miedo olvida.
Frente a ese horror estadístico, las madres buscadoras hacen lo que el Estado no: buscar.
Salen cada día con varillas, palas y fe. En cada golpe de tierra preguntan por sus hijos, en cada fosa hallada abren también la herida del país. En Tepetongo, en la comunidad de El Caquixtle, el hallazgo reciente de cinco fosas con al menos diez osamentas devolvió la verdad que el poder quiso enterrar. Entre los restos había anillos, pulseras, una placa dental: rastros mínimos de humanidad, señales de que alguien los amó.
Antígona se enfrentó a un rey que confundió la ley con su orgullo. Las madres zacatecanas se enfrentan a un gobierno que confunde la autoridad con la indiferencia.
Ambas desobedecen por amor: la griega para honrar a su hermano, las nuestras para rescatar a sus hijos del olvido. Ayer fue Creonte; hoy es Monreal. Cambian los nombres, no las soberbias.
El poder —cuando se emborracha— pierde oído. No escucha el llanto, no reconoce el dolor, sólo mide el costo político.
Decía Sófocles: “Imposible conocer el alma de un hombre hasta verlo ejercer el poder.”
Zacatecas ya lo sabe. Ha visto cómo el gobierno se esconde tras vallas y discursos, mientras las mujeres caminan los cerros para levantar a sus muertos. Las buscadoras no piden homenajes, sólo verdad. Y esa verdad duele, porque rompe el relato cómodo de quienes juraron “transformar el bienestar” mientras los desaparecidos se multiplican.
El alma insepulta —creían los griegos— vaga sin descanso hasta recibir sepultura. Las madres buscan esas almas extraviadas, las llaman por su nombre, les devuelven la dignidad que el crimen y la omisión les robaron. No hay decreto que pueda detenerlas: su deber no nace del poder, sino del amor, y ese amor no reconoce fronteras ni uniformes.
Antígona evitó la deshumanización del cuerpo insepulto. Las buscadoras repiten su gesto milenario, en un país donde la justicia se volvió espejismo.
Son las Antígonas del norte, las que desafían al rey sin trono y al Estado sin rostro. Mujeres que no callan, que no se resignan, que hacen del duelo una forma de esperanza.
Siguiendo la perspectiva de Francisco García Jurado, en Teoría de la tradición clásica, quien entiende la tradición como un diálogo vivo entre el pasado y el presente, Antígona encuentra eco en las madres buscadoras de Zacatecas, cuyas acciones actualizan el mito en una realidad marcada por la impunidad y la necesidad de justicia. Así, el texto antiguo se convierte en espejo de lo contemporáneo: una tragedia que no se repite, sino que se reencarna en cada mujer que exige enterrar a sus muertos y hablar por los que no tienen voz.
Nada ocurre sin dolor, escribió Sófocles, pero el dolor también funda sentido.
Y quizá en eso radique la verdadera tragedia mexicana: en que la justicia no la buscan los jueces ni los fiscales, sino las madres con una pala y un rosario.
Porque mientras el poder presume informes, ellas siguen excavando la tierra. Y cada cuerpo hallado es una lección de humanidad: que enterrar a los muertos, en este país, sigue siendo un acto de amor y de resistencia.
Sobre la Firma
Periodista especializada en política y seguridad ciudadana.
claudia.valdesdiaz@gmail.com
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