viernes, septiembre 12, 2025
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Charlie Kirk y la estridencia que mata

JUAN JOSÉ MONTIEL RICO

Esta semana, Estados Unidos fue escenario de un episodio brutal que obliga a detenernos y reflexionar: el asesinato de Charlie Kirk, joven líder ultraconservador y fundador de la organización Turning Point USA, durante un debate universitario en Utah.

Un crimen injustificable, sin matices ni atenuantes. Nada, absolutamente nada, justifica el asesinato de una persona por sus ideas. Sin embargo, el contexto que lo rodea sí merece atención, porque nos habla del extremo al que nos está conduciendo la polarización política y el deterioro del diálogo democrático.

Charlie Kirk fue uno de los rostros más visibles del conservadurismo militante estadounidense. Apoyado por Donald Trump, encabezó campañas contra los derechos de las mujeres, de las personas migrantes, de las disidencias sexuales, contra el movimiento Black Lives Matter y a favor del uso generalizado de armas de fuego. Negó el genocidio en Gaza, celebró las deportaciones masivas y defendió que algunas muertes por armas al año eran “un precio razonable” con tal de ejercer la libertad. Su estilo era estridente, provocador, beligerante. Reclutaba jóvenes no con argumentos sino con prejuicios. Una especie de influencer ideológico que vendía superioridad moral envuelta en odio.

El problema no es que existan ideas conservadoras; el problema es cuando esas ideas se convierten en armas para deshumanizar al otro. Lo que representa el caso Kirk no es sólo una tragedia individual, sino el síntoma de un fenómeno político cada vez más extendido. La exaltación del odio como herramienta de poder.

Hoy muchos líderes —en la derecha y en menor medida en la izquierda— han convertido el debate político en una cruzada contra el adversario. No buscan persuadir, sino imponer; no dialogan, afirman y sentencian; no contraponen, si no destruyen. La democracia se construyó precisamente para evitar que las diferencias desembocaran en violencia. El disenso es legítimo e incluso necesario, pero siempre bajo la lógica agonista, según la cual el adversario no es un enemigo para eliminar, sino un rival legítimo con quien compartimos las reglas del juego.

Pero cuando esa frontera se borra, cuando la política se convierte en guerra moral, cuando se deja de disputar el poder para empezar a odiar al otro por existir, estamos ante el abismo.

Reducir la estridencia del debate no significa callar las injusticias. No se trata de tolerar discursos que justifican el racismo, el patriarcado o la exclusión. Lo que necesitamos es elevar el nivel de la conversación pública, desactivar la lógica del enemigo y recordar que la política, en su mejor versión, consiste en encontrar puntos de encuentro, no trincheras eternas. Porque cuando la violencia simbólica se normaliza, la violencia física está siempre latente.

El asesinato de Charlie Kirk es, en buena medida, cosecha de ese discurso de odio que se encargó de nutrir. Es la consecuencia de una época en la que demasiados han olvidado que la política también debe tener límites éticos. Hoy más que nunca, necesitamos una democracia que no tolere discursos de odio, pero que tampoco los combata con más odio. Solo así dejaremos de ensalzar mártires en lo que debería de ser una batalla de voluntades y no una guerra.

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Estratega político entre gobiernos, campañas y narrativas.
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