Mariscal Tito

JAIME ENRÍQUEZ FÉLIX

Cuando nació, en 1892, su país era parte del imperio Austro – Húngaro, a su muerte y con su vida, transformó el mundo que lo rodeaba, para hacer de Croacia un país distinto.

Tito supo desde niño, que estaba destinado a pertenecer al ejército. Por eso se enlistó para pelear por Austria y contra Rusia durante la I Guerra Mundial. Resultó herido en un omóplato por un obús, y hecho prisionero por los rusos. Luego de pasar unos meses hospitalizado, curando sus heridas, fue llevado a los campos de concentración en los Montes Urales, donde demostró su beligerancia, organizando manifestaciones entre los prisioneros de guerra. Fue durante la prisión, que tuvo el contacto con un pensamiento distinto, de avanzada para la época. De pronto las piezas en su rompecabezas comenzaban a encajar: ya cuando era aprendiz de cerrajero, había empezado a interesarse por el movimiento obrero y celebró su primer Día Internacional de los Trabajadores el 1 de mayo de 1907. En 1910, se incorporó a la Unión de Trabajadores de la Metalurgia y al Partido Socialdemócrata de Croacia y Eslovenia

Escapó de la prisión y se alistó en el Ejército Rojo. En Rusia precisamente, decidió convertirse en bolchevique cuando estalló la Revolución en aquel país en 1917 y finalizada la guerra, regresó a Croacia –una nación siempre rehén de otras voluntades, que a su vuelta era ya parte del Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos- para participar en la fundación del Partido Comunista Croata, un hecho a todas luces ilegal, que lo llevó a la cárcel desde 1928 y durante casi siete años.

El escarmiento le sirvió de poco, pues tras ser liberado, Josip Broz –que así se llamaba en realidad- adoptó el apodo de “Tito”, y con ese nombre trascendió la Historia. Se dirigió en cuanto pudo a Moscú con la clara determinación de participar en la Internacional Comunista

Desde París, entre 1936 y 1937, trabajó en la organización de las Brigadas Internacionales que apoyaron a la II República española durante la Guerra Civil, hasta que la central comunista rusa le envió de regreso a lo que ya era Yugoslavia –formado por la propia Croacia, Eslovenia, Serbia y Montenegro- para organizar el Partido Comunista de aquella naciente Federación. En sus comienzos en ese cargo, se manifestó abiertamente en contra de la unión de esas naciones en una sola, sobre todo por la posición de supremacía que ejercía Serbia sobre las demás.

En la convulsionada Europa de esa época, luego del ataque alemán de los nazis a la propia Yugoslavia y a la URSS en 1941, Tito creó un movimiento para resistir la invasión. A finales de 1945 los alemanes fueron derrotados y el país, luego de una guerra devastadora de cuatro años, quedó sin gobierno, listo para que Tito, fuerte en la derrota, asumiera el control de la nación, de manera dictatorial, sin que mediara referéndum alguno, a pesar de que muchos se pronunciaban por restaurar la monarquía que alguna vez había sido protectora de la paz de la región. A partir de entonces, sólo su voz se escuchó como ley en Yugoslavia.

Tito se desligó del Partido Comunista Soviético en 1948, cuando decidió que no permitiría que las directrices le fueran marcadas desde Rusia. Quiso darle un nuevo tinte a su estilo personal de gobernar, puso en boga las teorías del humanismo marxista y con ellas, las de autogestión de los trabajadores y permitió reformas económicas liberales, además de caminar en el proceso de la descentralización del partido y del poder gubernamental, lo que le ganó décadas al frente del gobierno -35 años en total-, pero que desató nuevos movimientos nacionalistas que a la larga terminaron por derrumbar a Yugoslavia y permitir a los países de la Federación, obtener su propia independencia.

A pesar de ser socialista de pura cepa, nunca accedió a que los soviéticos le sojuzgaran. Se convirtió en un prestigiado líder mundial, al dirigir el movimiento de Países No Alineados, que reunió a naciones del Tercer Mundo, de Asía, América Latina y África, para promover una más activa participación de los pobres en las decisiones mundiales, y para trabajar por la distensión entre las potencias.

Para mantener su poder, no dudó en asesinar a cuanto croata y serbio quiso interponerse en sus políticas comunistas, sin embargo, buena parte de los yugoeslavos le guardó una franca devoción por sus ideas de vanguardia y su visión de estadista.

Recordé a Tito un 11 de noviembre, cuando tuve noticia de la muerte del anticomunista serbio, Nikola Kavaja, el “enemigo público número uno del Mariscal”, quien trató de matarlo en cuatro ocasiones.

Tal vez en Kavaja se inspiraron los autores intelectuales de los avionazos contra las Torres Gemelas de Nueva York, pues en 1979, más de veinte años antes, Kavaja secuestró un Boeing 727 en el aeropuerto de Chicago, en Estados Unidos, y aseguró más tarde que su plan era estrellarlo contra la emblemática Torre Usce, el edificio de Belgrado que albergaba la sede del Comité Central de la Liga de los Comunistas yugoslava. No obstante, Kavaja liberó a los pasajeros y se entregó en Irlanda, para ser extraditado después a EEUU, donde fue encarcelado durante 17 años para pagar su osadía.

Así se entretejen las vidas de los hombres, cada quien pretendiendo el triunfo de su propia ideología, envueltos en claroscuros que ni el paso de los años matizarán, pues cada uno carga también con el peso de sus propios demonios interiores. Tito y Kavaja yacen hoy enterrados en la misma ciudad, Belgrado, por la que una vez pelearon tan encontradamente, pero cuyas cenizas ayudarán por igual a florecer sus campo.

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