sábado, septiembre 27, 2025
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Para mi generación, Ayotzinapa fue nuestro Tlatelolco

JUAN JOSÉ MONTIEL RICO

El 26 de septiembre de 2014 quedó inscrito en la memoria colectiva mexicana como una noche que partió en dos la historia. En Iguala, Guerrero, 43 jóvenes normalistas fueron arrancados de su destino y arrojados al abismo de la desaparición. Para mi generación, Ayotzinapa fue como Tlatelolco, un hecho que reveló la crudeza de un país herido, un episodio que derrumbó la confianza y desnudó la fragilidad de nuestras instituciones.

Desde el inicio se supo que aquello no era un exceso local ni una tragedia aislada, ¡Fue el Estado! Y en esa categoría descansa el peso histórico de un hecho que mostró la magnitud de la violencia que aún nos atraviesa. Exhibió la complicidad de las autoridades sin conocer de colores y jurisdicciones y, sobre todo, reveló que las instituciones encargadas de proteger también se convierten en verdugos. El Ejército Mexicano —hasta entonces la institución con mayor prestigio y confianza ciudadana— fue señalado. Su vergonzosa participación, por acción y por omisión, dinamitó la imagen de una fuerza intocable. Con Ayotzinapa se derrumbó el mito de poderes impolutos ajenos a la podredumbre.

Ayotzinapa fue el espejo de un México roto y de un sistema político que en lugar de custodiar la vida se confabulaba con la muerte. Fue también el inicio de un movimiento social que, con rabia y dignidad, salió a las calles a exigir justicia. El grito “Vivos se los llevaron, vivos los queremos” se convirtió en mantra colectivo, en una oración laica que cruzó fronteras y se convirtió en símbolo global.

El eco de aquella noche alcanzó todos los rincones. El procurador, con su puchero “Ya me cansé”, encendió aún más la indignación y dio lugar a una marea popular que no aceptaba el silencio ni la mentira. Desde entonces, México ya no se ve igual, pues las desapariciones dejaron de ser estadísticas y se volvieron rostros concretos, historias interrumpidas, ausencias que duelen.

Un memorial con 43 sillas vacías, instalado en la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, recuerda a los estudiantes desaparecidos el 26 de septiembre de 2014. Cada aniversario, los rostros de los 43 nos interpelan desde la ausencia. En esas sillas vacías se refleja la esperanza de un país que tiene prohibido olvidar. Ayotzinapa se ha convertido en un recordatorio permanente de la responsabilidad del Estado y de la urgencia por transformar las estructuras que permiten la violencia y la impunidad. Su legado es doloroso pero necesario.

Hoy, once años después, la exigencia de verdad y justicia sigue en pie. Si el clamor por los 43 llegara a ser ignorado, también quedarán en silencio el resto de desapariciones impunes. Sin justicia para Ayotzinapa, México seguirá roto sin remedio. Por ello, conmemorarlo no es solo un acto de duelo, es un compromiso social. Un acto colectivo para que hechos así no se repitan nunca más; para que la herida abierta se cierre con verdad, y para que el grito de “¡justicia!” resuene en la cúspide del poder sin adjetivos.

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Estratega político entre gobiernos, campañas y narrativas.
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