miércoles, septiembre 3, 2025
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Monrealiaskovia: el último lugar de la política

JORGE RADA LUÉVANO

En Monrealiaskovia no gobierna un hombre, gobierna una familia. Como los viejos zares de Rusia, levantaron un imperio personal donde el poder se reparte entre hermanos, primos y allegados, cada uno con su cuota de territorio. No hay decisión pública que no pase por sus manos, no hay recurso que no alimente sus mesas. El pueblo financia sus lujos, sus ferias y sus caprichos, mientras la familia se comporta como si el estado fuera herencia de sangre. En esta tierra, la democracia es apenas un disfraz: lo que existe es una dinastía que se prolonga en cada cargo, en cada nombramiento, en cada gesto de sumisión. Un pueblo entero convertido en sirviente de la casa Monrealiaskovia.

La Feria Nacional del Pueblo brillaba con luces prestadas y música desafinada. Entre el humo de los asadores y el eco de los tamborazos, se encontraron cara a cara, dos rusas, Juliet Smirnof y Veronca Popova. Rivales políticas a muerte, acostumbradas a lanzarse dardos en cada disputa de poder, se miraron como si de ese encuentro dependiera otra batalla más.

—Juliet Smirnof.

—Veronca Popova.

No había lugar libre y el destino, cruel como siempre, las sentó en la misma mesa. El odio flotaba entre ellas, hasta que Juliet Smirnof soltó la primera provocación:

—¿Qué opinas de este circo, Popova? ¿Ahora lo llaman Feria Nacional del Pueblo?

—Lo mismo de siempre —contestó—. Carísimo, corriente y vulgar, mientras tanto Monrealiaskovia hundido. Aunque claro, en Monrealiaskovia las luces, el espectáculo y la farándula pesan más que las medicinas y las carreteras.

Juliet Smirnof sonrió con lentitud.

Vero soltó una carcajada seca.

—Y para colmo, cada lunes nos recetan esas payasaditas del primo hermano. El mayor espectáculo es aullar en la colina y mandar saludos, ¿puedes creerlo? Como si eso fuera Politika, como si el pueblo necesitara un animador de feria en vez de soluciones.

Juliet no pudo contenerse y soltó una carcajada tan fuerte que hizo girar algunas cabezas alrededor.

—En eso tienes razón… amiga —dijo alargando la palabra con lentitud, disfrutando la ironía de coincidir con su rival de siempre.

—Lo grotesco es que David Monrealiaskovia planeó crear una crisis para luego posar de salvador. No es rumor, pregúntales a los suyos. Lo repitieron como si fuera genialidad política. El problema es que la crisis se volvió real y él salió corriendo.

Juliet bajó la voz, con una mezcla de burla y rabia.

—Y lleva ya cuatro años en último lugar de popularidad. ¿Y sabes qué dice? Que todo son cortinas de humo… que lo mejor es encomendarnos a Dios. ¿Te imaginas? —rió, pero sus ojos chispeaban de enojo—. No necesitamos sermones, necesitamos gobierno.

Vero arqueó la ceja, nuevamente encantada de coincidir con su enemiga.

—Y no olvidemos cómo llegó ahí: Ricardo Monrealiaskovia lo acomodó con el contubernio de Alitovich Morenov. Claudinaya Anayenka fue la candidata crucificada. El pueblo de Monrealiaskovia no eligió, fue vendido en una mesa de negociación.

Juliet bebió un trago antes de dar la estocada.

—¿Recuerdas la entrevista con Adela Michanova? Le preguntó a Ricardo sobre la crisis y el manoseo en Juchipilovsk. Y él, tan fresco, dijo que casi no venía a Monrealiaskovia. Para unas cosas acomoda a David, para otras se deslinda. Y todavía lo llama “un hombre de primera”.

Por un instante, las rivales parecieron amigas. El pleito que arrastraban en la arena política se volvió irrelevante frente a la desgracia común de vivir en Monrealiaskovia.

—Funcionarios improvisados, incapaces, dóciles —dijo Vero.

—Un gobierno que gasta como eterno, mientras el pueblo paga la cuenta —añadió Juliet.

Las luces del escenario parpadearon como recordando el derroche. Y entonces ocurrió lo impensable: Vero y Juliet se dieron la mano, no en reconciliación, sino en complicidad amarga.

El alcohol hizo lo suyo: quedaron ebrias, abrazándose de vez en cuando entre carcajadas y silencios incómodos. Entre vaso y vaso reconocieron que ellas también habían quedado relegadas, desplazadas por otras candidatas que surgían de las cenizas, dispuestas a ocupar el escenario que alguna vez imaginaron propio. Esa mezcla de nostalgia, coraje y burla terminó por sellar una tregua imposible.

Caminaron juntas al son del anochecer, entre botellas tiradas y borrachos tambaleantes, como si entendieran que su rivalidad era un lujo y que la verdadera enemistad estaba en otra parte.

En Monrealiaskovia, hasta las rivales saben que el último lugar de la política se llama David.

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Jurista incómodo, pluma de resistencia civil
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