ADRIANA GONZÁLEZ VEYNA
Cuando el insulto llega disfrazado de cariño, una cosa es segura: la crítica tocó fibra. Hoy, en un país donde casi todo se discute en redes y se grita desde la comodidad del anonimato, la palabra “censura” se utiliza como comodín cada vez que alguien se siente incómodo. Pero vale la pena detenernos: ¿censura es que me contesten… o que me callen?
Confundimos la contradicción con la mordaza. Debatir no es prohibir. Que alguien pida pruebas o cuestione una afirmación no es un ataque a la libertad de expresión; es, justamente, ejercerla. Las ideas chocan, se incomodan, se tambalean, y a veces nos dejan en ridículo. Esa fricción —no el silencio— es la esencia de una sociedad viva.
La censura verdadera es otra cosa. No es un tweet desagradable ni un comentario ácido. Es vertical, fría, institucional. Es cuando el poder decide quién habla y quién paga las consecuencias de atreverse a hacerlo. Es suspender voces sin explicación, negar información pública, despedir a quien opina distinto o sembrar miedo para que nadie se atreva a cuestionar. Eso, y no el debate apasionado, es lo que realmente erosiona las libertades.
Zacatecas, con su mosaico de voces, ideologías y heridas históricas, es un ejemplo claro de que la pluralidad no es cómoda, pero es necesaria. Habrá quien se ofenda, quien corrija, quien exija rigor o simplemente quien responda desde la entraña. Eso no es censura: es comunidad. Nadie tiene derecho a vivir blindado contra la crítica. Y nadie está obligado a aplaudir lo que no le convence.
La libertad de expresión exige algo más difícil que gritar: exige asumir consecuencias. Implica reconocer que podemos equivocarnos, que otros pueden señalarnos y que la incomodidad no convierte a nadie en mártir. La reprobación social —justa o injusta— no es censura: es parte del contrato de convivir con otros que también sienten, piensan y contestan.
Hoy, cuando criticar al poder o a ciertos grupos es suficiente para desatar insultos o linchamientos digitales, conviene recordar algo: los ataques no suelen castigar la mentira, sino la incomodidad. Cuando tu opinión molesta, alguien intentará hacer ruido para que te calles. Pero ruido no es silencio. Y silencio impuesto, ese sí es una derrota.
La libertad de expresión no es un privilegio para quienes siempre tienen la razón. Es un derecho de todos, incluso de quienes incomodan, contradicen o se equivocan. Defenderla implica aceptar que los demás también tienen derecho a indignarse, replicar o desmontar lo que decimos.
No debemos temerles a las palabras, sino al día en que ya nadie se atreva a pronunciarlas.
Porque cuando acaba el debate, empieza la censura.
Y en tiempos como estos, la verdadera valentía consiste en seguir hablando… aun cuando duelan las respuestas.
Sobre la Firma
Periodista y abogada.
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