lunes, noviembre 24, 2025
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La Casa de los Perros | Los cinco ausentes de Sauceda de la Borda

CLAUDIA G. VALDÉS DÍAZ

En Sauceda de la Borda el silencio tiene forma: la de cinco hombres que ya no regresaron a casa. Se siente en los callejones, en las cocinas donde el café se queda frío, en las manos que repasan fotos como si fueran rosarios. En estos lugares, uno aprende que el miedo no grita: respira despacio, ocupa la silla vacía y se queda.

A veces basta la descripción de un cuerpo —su estatura, un tatuaje, la prenda que llevaba puesta— para entender el tamaño del país roto que habitamos. Porque cada rasgo es un ancla: lo que sostiene la memoria cuando el Estado se desentiende.

Y en Zacatecas esas anclas se multiplican mientras la autoridad insiste en que no pasa nada, que todo está bajo control, que las cifras son sólo números. Pero no: son piel, cicatrices, hueso. Son estos cinco.

José Luis Gurrola Palacios, 54 años, salió el 19 de noviembre con su playera blanca y su línea negra. Tiene cicatrices de acné, como si el tiempo mismo hubiera querido dejarle aviso en la cara. Mide 1.70, la estatura exacta de quien trabaja sin aspavientos, sin imaginar que un día la vida se reduce a una ficha de búsqueda. Su desaparición abre el agujero, pero no lo cierra. Lo profundiza.

Dos días después, su hijo, Juan Pablo Gurrola Martínez, 26 años, también se evaporó. Tiene el cuerpo dibujado con historias: un cráneo de toro en las costillas, unas cruces en los brazos, la leyenda “Hecho en México” como declaración de origen y destino. También los nombres de Pedro, Ángel y María R. cargados en la piel, como si supiera —sin poder decirlo— que un día la tinta tendría que hablar por él.

El 21 de noviembre, a la misma hora en que la comunidad ya empezaba a medir el miedo con la mirada baja, desapareció Víctor Adolfo Reyes Calixto, 31 años. Apenas vestía un bóxer. En el cuello, los nombres Britany y Guadalupe; en la pierna, una cobra. En la mano, un diablito que hoy parece una advertencia: la violencia en Zacatecas es un demonio sin dueño que devora sin distinción.

Esa misma tarde se llevaron también a dos hermanos: José Brayan y Jesús Alejandro Rodríguez Horta, de 25 y 22 años. Ambos en bóxer —uno amarillo, otro gris—, como si los hubieran sorprendido sin más arma que su propia juventud. Cada uno tatuado con genealogías que ahora son la única prueba de su existencia: apellidos enteros, fechas de nacimiento, nombres que los amaban. Pequeñas biografías inscritas en la piel para un país que registra a los ausentes sólo cuando ya se los tragó la tierra.

Cinco desaparecidos en menos de 48 horas. Cinco hombres reducidos a descripciones para que sus familias los puedan buscar. Cinco historias que podrían ser siete, o 10, o 20, porque el colectivo “Sangre de mi Sangre” ya advirtió que en dos semanas han sido más de siete. Y porque dos casos adicionales no han sido publicitados: el silencio también se decide.

Detrás de estas cifras hay un mapa más grande, más oscuro. Zacatecas suma entre tres mil 606 y tres mil 710 personas desaparecidas —tal vez más de cuatro mil— y opera como nudo logístico del narcotráfico. Aquí no mandan las instituciones: mandan los cárteles. Aquí la violencia dejó de ser balazo y se volvió método. Ya no ejecutan: desaparecen. Es más útil, más limpio para las estadísticas, más rentable para la maquinaria criminal que necesita manos que vigilen, que carguen, que maten. Una fábrica de seres desechables.

Mientras tanto, la justicia penal está anulada. En 2022 y 2023 la Fiscalía Especializada en Desaparición registró cero denuncias por desaparición forzada y cero consignaciones. Ni una. El Estado declara inexistente el crimen que sostiene a Zacatecas de los tobillos. Y cuando los colectivos quieren buscar, la Comisión Local de Búsqueda intenta frenarlos: no hay condiciones de seguridad, dicen. Traducido: el territorio no es nuestro.

Eso es lo que duele de Sauceda: no únicamente son cinco ausencias. Es la confirmación de que el candado está roto y las autoridades, incapaces o resignadas, se limitan a escuchar el silencio como si no fuera su responsabilidad cuidarlo.

Pero cada desaparecido tiene un rostro, una marca, un tatuaje. Y mientras haya alguien que los describa, mientras un nombre siga pronunciándose, la mentira oficial no podrá sepultarlos. Aquí, en esta tierra cuyas madres buscan lo que el Estado niega, la memoria es el último acto de resistencia.

Sobre la Firma

Periodista especializada en política y seguridad ciudadana.
claudia.valdesdiaz@gmail.com
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