CLAUDIA G. VALDÉS DÍAZ
Hay instituciones que se pudren en silencio. Y otras, como la Universidad Autónoma de Zacatecas, que se pudren a voces, entre comunicados sindicales, paros docentes y un rector que hace de la palabra “heredado” su escudo y su coartada.
Este lunes, más de 20 unidades académicas de la UAZ suspenderán actividades. No es un paro cualquiera: es el síntoma visible de un mal que lleva años incubándose entre nóminas infladas, bases otorgadas por compadrazgo y concursos de oposición que nunca se abren. Los docentes están hartos. No sólo del salario que no alcanza, sino de un sistema que premia la lealtad política antes que el mérito académico.
El rector Ángel Román Gutiérrez, con gesto ensayado y verbo burocrático, declaró que las irregularidades “fueron heredadas” de administraciones anteriores. Un argumento tan viejo como la propia corrupción universitaria. En México, la herencia suele ser la forma más elegante de lavarse las manos. “Yo no lo hice —parecen decir—, pero me beneficio mientras lo corrijo”.
La crisis que hoy estalla no es nueva. Viene de años de simulación, donde cada administración de la UAZ jugó a repartir dádivas laborales a cambio de votos, favores o silencios. Las bases de trabajo, esas plazas que deberían ganarse en examen de oposición, se entregaron por debajo del agua, sin convocatorias ni transparencia. Las mismas irregularidades que ahora el rector denuncia son, en buena medida, las que lo sostienen.
El sindicato —ese viejo espejo donde se reflejan las miserias y resistencias del sistema universitario— ha levantado la voz. La Coordinadora de Delegados del SPAUAZ acusa violencia institucional, tráfico de plazas y desprecio a los derechos laborales. No son palabras menores: hablan de una universidad que ha perdido el alma, donde el conocimiento ha sido reemplazado por la intriga y el acomodo.
En Agronomía, los docentes denuncian basificaciones discrecionales. En la Unidad Académica Secundaria, reclaman plazas entregadas sin concurso. Y mientras tanto, la rectoría promete “revisar los casos”, como si revisar fuera lo mismo que corregir.
Román Gutiérrez, en su papel de rector de manos limpias, se deslinda. “Desconozco la genealogía de los universitarios”, dijo, cuando se le preguntó si los beneficiarios de las bases eran familiares de funcionarios. Una frase que resume la tragedia: en la UAZ nadie sabe de quién es hijo nadie, pero todos saben a quién deben su puesto.
Bajo la superficie administrativa se esconde una grieta moral. Porque lo que está en juego no son sólo plazas o cargas de trabajo, sino la credibilidad misma de una institución pública. ¿Qué puede enseñar una universidad que no sabe rendir cuentas? ¿Qué autoridad ética puede tener un rector que niega su propia responsabilidad?
El SPAUAZ ha anunciado su emplazamiento a huelga para octubre. No por capricho, sino porque los acuerdos de 2024 siguen sin cumplirse. En febrero y marzo, los mismos reclamos quedaron en promesas: incrementos mínimos, pagos a medias, transparencia nula. Hoy, la historia se repite, pero con un matiz más oscuro: el descrédito se ha vuelto costumbre.
En su defensa, Román asegura que busca “consolidar la planta docente” y que los movimientos “siempre se han hecho”. En efecto, siempre se han hecho y ese es precisamente el problema. Lo que se repite sin justicia deja de ser error: se convierte en sistema.
Los docentes, cansados de mendigar su derecho a la estabilidad, han optado por el silencio activo del paro. No es sólo una medida de presión, sino un grito ético: el de quienes todavía creen que la universidad puede ser algo más que un botín político.
Entre pasillos vacíos y pizarrones apagados, los estudiantes miran con desconcierto. Aprenden sin querer la lección más dura: que incluso la educación puede ser campo de batalla entre intereses. Que la verdad, en la academia, también tiene enemigos.
La Universidad Autónoma de Zacatecas nació para formar conciencia, no clientelas. Pero hoy, entre las sombras de su burocracia, parece más ocupada en proteger sus redes de poder que en educar a su pueblo. Mientras los rectores se deslindan y los sindicatos se atrincheran, la comunidad universitaria paga el precio de una larga decadencia.
Decía Kapuściński que el deber del periodista no es ser neutral, sino estar del lado de los que sufren. Y en esta historia, quienes sufren son los docentes que enseñan con contratos temporales, los estudiantes que pierden clases, los trabajadores que resisten el cinismo institucional.
La universidad no necesita otro deslinde. Necesita una refundación moral. Una limpieza que empiece por las palabras y termine en las nóminas. Porque cuando una institución se acostumbra a la impunidad, ya no educa: se pudre. Y lo que se pudre, tarde o temprano, termina por oler.
Sobre la Firma
Periodista especializada en política y seguridad ciudadana.
claudia.valdesdiaz@gmail.com
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