CLAUDIA G. VALDÉS DÍAZ
La escena ocurrió sin sobresaltos, sin tumulto, sin escándalo alguno. Como si no se tratara del desmantelamiento de uno de los pilares que sostienen el frágil edificio de la república. Por unanimidad, la LXV Legislatura de Zacatecas aprobó en lo general una nueva Ley Orgánica del Poder Judicial. No hubo voces rotas ni manos temblorosas. Apenas un murmullo técnico: armonización, dijeron. Ajustes a la reforma constitucional, justificaron. Pero en lo particular, la operación fue quirúrgica. Y letal.
El golpe maestro lo ejecutó el diputado de Morena, Santos González, quien con una reserva logró una reconfiguración total del equilibrio institucional. Lo que era una estructura colegiada, compartida entre el Tribunal Superior de Justicia del Estado de Zacatecas (TSJEZ) y el Órgano de Administración Judicial (OAJ), fue convertida en un esquema de poder vertical, unipersonal, implacable.
A partir de ahora, el OAJ —presidido por la consejera Norma Esparza— no sólo ejercerá el control presupuestal del Poder Judicial, sino que también asumirá el poder de nombrar, remover, representar, autorizar, sancionar, supervisar y vigilar. Las atribuciones se multiplicaron como conejos: pasaron de 45 a 65. El TSJEZ, por el contrario, quedó convertido en una figura simbólica, con apenas 16 atribuciones residuales. Ni siquiera podrá proponer mejoras, ni gestionar su propio personal. Peor aún: ha perdido su representación legal.
La reforma no busca fortalecer la justicia, sino reducirla a un departamento técnico subordinado. Por ejemplo, los jueces y magistrados ya no rendirán protesta ante el Pleno del TSJEZ, sino ante el OAJ y el Poder Legislativo. Tampoco podrán designar a su propio equipo de trabajo. ¿Cómo hablar entonces de independencia judicial, si ni siquiera pueden decidir con quién trabajan?
Las sesiones del Pleno del TSJEZ serán públicas, sí, pero sus decisiones privadas serán vigiladas o, peor aún, desplazadas por un órgano que no resuelve casos, pero que controla todos los recursos. Se le retira la voz y se le entrega la pluma a otro. No hay autonomía posible en esas condiciones. Lo que se consagra aquí no es una estructura funcional, sino una jerarquía de sumisión.
En cualquier democracia digna de ese nombre, los jueces no sólo juzgan: también defienden su espacio institucional frente al poder. Son una garantía frente al abuso, una barrera ante la arbitrariedad. En Zacatecas, esa barrera ha sido demolida por dentro. Ya ni siquiera los juzgadores investigarán casos de presunta corrupción o faltas administrativas entre sus pares. Esa función, por supuesto, queda en manos del nuevo Tribunal de Disciplina Judicial, ya en manos del Ejecutivo.
¿Y quién vigilará a los que vigilan? ¿Quién defenderá al ciudadano de una maquinaria judicial que ha perdido sus contrapesos internos?
El eufemismo de la “armonización” encubre lo que, en esencia, es una maniobra de sujeción política. La autonomía judicial en Zacatecas ha sido amputada con el bisturí de la legalidad aparente, y en su lugar se ha instalado un sistema piramidal que concentra el poder en una sola figura administrativa.
No es casual que esto ocurra tras la elección de nuevos perfiles judiciales afines al gobernador. Ni es azaroso que el órgano que ahora dominará al Poder Judicial esté diseñado para operar bajo el mando de un consejo leal. Se ha creado una estructura funcionalmente eficiente, pero democráticamente frágil. En lugar de fortalecer la división de poderes, se ha edificado una pirámide autoritaria que recuerda a los viejos tiempos: cuando la justicia era un brazo, no un contrapeso.
Así se ha sellado un nuevo pacto de obediencia institucional. Y con él, se ha clausurado una etapa de la historia judicial de Zacatecas. Lo que sigue es una justicia de oficina, no de conciencia. De órdenes, no de deliberaciones.
Queda un Poder Judicial sin dientes, sin voz, sin rostro. Y como los edificios que ya no albergan vida, su estructura todavía se sostiene, pero por dentro está vacía.
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