CLAUDIA G. VALDÉS DÍAZ
Cuando el poder fracasa, busca enemigos. Cuando el discurso no basta, se recurre al pasado. Y cuando no hay presente que mostrar, se abre el cajón del rencor. En Zacatecas, la pelea entre el actual gobernador David Monreal Ávila y el exgobernador y hoy diputado federal Miguel Alonso Reyes es la escenificación de un pleito que ya no busca esclarecer nada, sino borrar responsabilidades propias.
Miguel Alonso ha decidido alzar la voz. Lo hace no como aquel priista que se paseaba por los pasillos del poder, sino como alguien que pretende limpiar el polvo del archivo y defenderse de una historia que, dice, no escribió solo. Su versión es simple: durante su gobierno, afirma, jamás se dejó de pagar a los maestros del estado. Señala que intentó negociar la federalización de la nómina magisterial, pero que fue Hacienda la que dijo “no hay dinero”. Su versión pretende dejar claro que él puso sobre la mesa la reforma de 2013, el acompañamiento del SNTE y la disposición para resolver. No cuajó. Y no fue por él, insiste.
Pero eso no es lo importante. Lo relevante es el contexto de su declaración: un video publicado tras las acusaciones del gobernador Monreal, quien lo responsabiliza de un déficit de 3 mil 300 millones de pesos anuales. Un boquete que ahoga al erario zacatecano y tiene al magisterio con el alma en vilo. La respuesta del diputado no es técnica. Es política, emocional, calculada. Habla de persecución, de mentiras, de un gobernador frustrado. Lanza dardos, llama “lacayo” a Ernesto González Romo, titular de la Secretaría de la Función Pública, y advierte que, si algo le pasa a él o a su familia, será culpa de quienes hoy gobiernan.
Monreal, por su parte, ha encontrado en el pasado un escudo. Acusa. Culpa. Remueve. Pero no gobierna. Los números lo condenan: último lugar en aprobación, en generación de empleos, con un sistema de salud roto, el campo sin aliento y las carreteras convertidas en cicatrices abiertas. La inseguridad, como sombra que crece, no permite treguas. Es un sexenio desbordado. Su narrativa no emociona ni convence. Entonces, voltea. Busca en Alonso al culpable, al adversario funcional. Pero lo hace desde la debilidad.
En el fondo, ni uno ni otro responde a lo que verdaderamente importa: ¿cómo llegó Zacatecas a este punto de colapso institucional? ¿Cuándo comenzó a ser más importante el señalamiento que la solución? ¿Quién se atreverá a mirar al futuro sin seguir enterrando la esperanza bajo los escombros de las culpas mutuas?
Ambos son, en mayor o menor medida, artífices de esta tragedia. Uno por omisión, otro por incapacidad. Pero ninguno puede presentarse hoy como víctima. En Zacatecas, el Estado se ha achicado. La administración pública es rehén de la politiquería. Y el magisterio, los médicos, las familias siguen esperando respuestas mientras los protagonistas se enfrascan en un duelo que sólo sirve para exhibir sus propias ruinas.
Hay una verdad que ninguno se atreve a decir: el desastre no tiene un solo padre. Y quien gobierna hoy, si no puede con el presente, que al menos tenga la dignidad de no seguir destruyendo la memoria.
PRI: ¿renacimiento o espejismo?
Hay partidos que mueren sin saberlo, y hay otros que intentan resucitar a fuerza de voluntad. El PRI —herido, disminuido, pero aún en pie— ha decidido caminar solo hacia el 2027. No por arrogancia, asegura su dirigencia, sino por convicción: volver al origen, a la militancia, a los cuadros forjados en casa y no prestados de coyuntura.
Jorge Armando Meade Ocaranza, secretario de Organización del CEN, vino a Zacatecas a esbozar una ruta: candidaturas propias, estructuras internas, y una apuesta por la autonomía política. Ni candidatos externos ni alianzas automáticas. Sólo si las condiciones lo exigen y la militancia lo avala. En una era de partidos que se diluyen en coaliciones sin ideología, el PRI parece optar por el camino más difícil: redibujarse desde dentro.
Y, sin embargo, hay razones para preguntarse si ese camino es viable. ¿Tiene el PRI el tiempo, la organización, la narrativa, para volver a ser opción? ¿Tiene lo que hace décadas lo sostenía: disciplina, base social, operadores, estructura? ¿O sólo tiene el recuerdo?
Meade Ocaranza asegura que sí. Recuerda Veracruz, donde el PRI, sin muletas, ganó distritos que parecían perdidos. Reivindica a los militantes que han permanecido a pesar del descrédito. Habla de cuadros formados en la adversidad, de una base que, sostiene, aún cree. El argumento tiene sentido: las coaliciones suman votos, pero también desdibujan principios. Ir solo es, al menos, un acto de identidad.
En Zacatecas, la dirigencia nacional dice tener perfiles propios, preparados, listos para competir. Y lanza un mensaje claro: no hay necesidad de “candidatos externos”, menos de quienes provienen de corrientes adversas. Es una manera de fijar límites, de dejar claro que la reconstrucción pasa por casa, no por los pasillos del oportunismo.
Pero en el fondo, el PRI no niega la realidad. Sabe que el país enfrenta una deriva centralista, que la inseguridad desborda territorios como Zacatecas, que el sistema de salud y el campo han sido dejados a la intemperie. Denuncia el riesgo de una mayoría autoritaria, pero no se instala en el lamento. Habla de reorganización, no de nostalgia.
¿Le alcanzará? Nadie lo sabe. Lo cierto es que, en medio de un sistema político que parece haber renunciado a las convicciones y abrazado la aritmética electoral, un partido que decide caminar solo merece, al menos, atención. Tal vez no por lo que fue, sino por lo que intenta volver a ser. Y eso, en tiempos de cinismo, no es poca cosa.