CLAUDIA G. VALDÉS DÍAZ
Hay ocasiones en que un país parece caminar hacia el abismo con los ojos vendados. Y hay otras en que alguien, desde la tribuna que le toca, se atreve a encender una lámpara y mostrar que el precipicio no es destino, sino advertencia.
Este domingo, en la capital zacatecana, Carlos Puente levantó esa luz y la sostuvo con firmeza: el agua no puede utilizarse como herramienta política. No como amenaza. No como consigna. No como botín.
Frente a él, el dictamen de la Ley de Aguas. Detrás de él, semanas de protestas, bloqueos carreteros, tomas de casetas, aduanas cerradas y un país que reclama certidumbre.
A su alrededor, mitos repetidos al cansancio: que se extinguirán concesiones, que el gobierno pretende apropiarse del agua de lluvia, que los agricultores serán criminalizados por regar sus tierras.
Y, sin embargo, lo que Puente desplegó no fue una defensa ciega, sino una cirugía: separar el rumor del hecho, el miedo de la norma, la manipulación de la realidad.
Porque —dijo— la reforma no toca el derecho sucesorio. Las concesiones no mueren con el concesionario. Se renuevan cuando los herederos demuestran lo que es suyo por ley. Ningún productor perderá el agua por usarla para su propio campo. Ninguna gota será confiscada para alimentar un fantasma burocrático. Lo que sí se termina es la impunidad de quienes han lucrado por años con un recurso que pertenece a todos.
Carlos Puente no habló a los gritos. Eso lo hacen quienes no tienen argumentos. Habló con las modificaciones en mano: más de 50 ajustes construidos codo a codo con quienes hoy trabajan la tierra.
Reuniones con productores, intercambios técnicos, desmenuce de procedimientos, y la convicción de que la ley debe ser un instrumento de equilibrio, no de imposición.
“Fortalece la transparencia, la legalidad y la rendición de cuentas”, apuntó. Y sobre esa triada —tan simple, tan olvidada— edificó un mensaje que, en tiempos de polarización, suena casi subversivo: ordenar para que nadie robe, garantizar para que todos accedan.
En Zacatecas, donde el agua es destino y condena, Carlos Puente puso el dedo en la herida que otros prefieren ignorar: la presa Milpillas no es un capricho, es una necesidad histórica. Sostenerla exige voluntad política, respaldo federal y una visión de futuro que vaya más allá de los ciclos electorales. Si se concreta, miles de familias dejarán de vivir colgadas de un hilo seco. Si se frena, la sequía seguirá dictando la vida del estado como un juez implacable.
El mensaje resonó más allá de Zacatecas. En la Ciudad de México, la Comisión de Recursos Hidráulicos ya afinó el nuevo dictamen de la Ley General de Aguas y las reformas a la Ley de Aguas Nacionales. Ricardo Monreal confirmó la revisión de 124 artículos y la incorporación de 50 cambios sustantivos orientados a un fin mayor: garantizar el derecho humano al agua y frenar el acaparamiento que durante décadas ha beneficiado a unos cuantos.
Desde la revisión de conceptos clave hasta el fortalecimiento del Órgano Interno de Control y la actualización del Registro Público del Agua, el proceso revela algo poco común en la política mexicana: diálogo, escucha y técnica.
La ley detalla mecanismos expeditos —plazo máximo de 20 días hábiles— para la reasignación de concesiones en caso de herencia, fusión o transferencia de dominio. Lo que antes era un laberinto burocrático hoy aspira a ser un trámite claro. Lo que antes daba pie al mercado negro del agua hoy apunta a desarmarlo.
Los delitos hídricos, rebautizados como delitos contra las aguas nacionales, dejan de ser un garrote y se transforman en un sistema de sanciones proporcionado, con excepciones razonables para el uso personal, doméstico o agropecuario familiar.
No todos están conformes. La UPAZ anunció nuevas tomas de casetas. Los productores mantienen la guardia en alto. Y es legítimo. La desconfianza nace de años de abandono, de trámites eternos en Conagua, de promesas sin cumplir. Pero también es cierto que el reclamo cambió el destino del dictamen: sin su presión, no existirían los ajustes que hoy sostienen la certeza jurídica que exigen. Esa es la política cuando funciona: tensión, negociación, corrección.
Efraín Morales, desde Conagua, habló de poner fin al mercado negro del agua. De limpiar las tuberías institucionales de la corrupción que ha escurrido durante décadas. De garantizar un derecho humano que hoy se administra como si fuera un privilegio.
Y en eso, Monreal y Puente coinciden: el país no puede seguir tolerando el acaparamiento, el desvío ilegal, la duplicación de concesiones ni las redes de comercialización clandestina que han hecho del agua un negocio opaco y feroz.
Por eso, quizá lo más valioso del mensaje del diputado zacatecano del Verde Ecologista no fue la defensa de un dictamen, sino el recordatorio —tan simple, tan profundo— de que el agua no es un botín, ni una consigna, ni un arma electoral. Es vida. Es límite. Es horizonte. Y cuando un país cruza la línea en que el agua se usa para castigar o premiar, ya no se habla de política, sino de decadencia.
Hoy, entre el ruido de las protestas y el silencio de los pozos secos, Carlos Puente eligió una postura rara en estos tiempos: explicar. Convencer. Abrir los papeles. Dejar que la luz entre. No todos lo harán. No todos lo quieren. Pero así empiezan las transformaciones que importan: con un gesto de claridad en medio del polvo.
Porque el agua, como la verdad, sólo sirve cuando fluye. Y esta vez, por primera vez en mucho tiempo, empieza a correr hacia donde debe.
Sobre la Firma
Periodista especializada en política y seguridad ciudadana.
claudia.valdesdiaz@gmail.com
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