RAFAEL CANDELAS SALINAS
¿Cuántas veces tiene que detenerse el país para que el gobierno escuche?
La pregunta ya no es retórica; diciembre inició colapsado -otra vez- por bloqueos de casetas, tractores, maquinaria agrícola y carreteras tomadas por productores que han llegado al límite. Y Zacatecas -otra vez- está en el centro de una inconformidad que dejó de ser local para convertirse en un estallido nacional.
Los productores y agricultores de México lamentan: “no es solo una reforma, están cambiando el modelo hídrico del país”.
Y es que lo que está a punto de discutirse y aprobarse no es un simple ajuste técnico. Se trata de una iniciativa amplia que contempla una nueva Ley General de Aguas y reformas profundas a la Ley de Aguas Nacionales, ambas con efectos directos en quienes producen, siembran y viven del campo.
El nombre correcto no admite confusión: Ley General de Aguas, una legislación que, según el discurso oficial, busca “garantizar el derecho humano al agua” y “regular la rectoría del Estado sobre las concesiones”. Pero para el campo, para los productores pequeños y medianos, para quienes han heredado y trabajado por generaciones sus tierras, esta ley despierta más temores que certezas. Sobre todo, porque abre la puerta a revisar, limitar o incluso anular transmisiones de derechos que durante décadas han sido parte de su patrimonio.
Y si a eso agregamos la falta de una estrategia de comunicación adecuada por parte del Congreso de la Unión para informar a la población sobre los asuntos que se tratan y la desconfianza ganada a pulso por aprobar a ciegas y en las rodillas todo lo que venga del Poder Ejecutivo, entendemos por qué los productores, agricultores y campesinos de México decidieron salir a las calles.
Lo que este sector de la población ha sufrido y padecido durante años no es nuevo, pudiéramos relatar una cronología del enojo, pero tendríamos que escribir un libro. Porque los bloqueos no aparecieron de la nada ni por ocurrencia de alguien ni mucho menos son patrocinados por intereses extranjeros, o por la derecha internacional, como suele descalificar nuestra presidenta a cualquier manifestación que surja contra alguna política pública.
Los bloqueos comenzaron a principios de noviembre, cuando productores en distintos estados iniciaron un paro nacional en rechazo a la manera en que el gobierno pretende aprobar la nueva ley. Al vapor y sin una consulta pública seria que realmente escuche a los campesinos.
En algunos lugares se levantaron momentáneamente los bloqueos tras mesas de diálogo. Pero nada se resolvió de fondo.
Este lunes, Zacatecas retomó los bloqueos con fuerza, tractores atravesados, casetas bloqueadas, carreteras cerradas, cientos de productores exigiendo claridad, certidumbre, respeto a sus derechos históricos sobre el agua, y una sociedad paralizada que sigue pagando los platos rotos.
Y para este martes, el malestar volvió a extenderse. Estados como Guanajuato, Jalisco, San Luis Potosí, Aguascalientes, Chihuahua y otras entidades del norte del país se sumaron nuevamente al cierre de carreteras. El mensaje es evidente, no se trata de un berrinche local, sino de un levantamiento del campo en defensa de su futuro.
La tensión se agrava porque todo indica que la iniciativa será aprobada esta misma semana en la Cámara de Diputados sin haber sido socializada, sin escuchar a los productores, sin medir el impacto económico ni el costo social. Esa prisa legislativa no ayuda, el Congreso acelera, pero el país se detiene.
La narrativa oficial asegura que la nueva ley evitará el acaparamiento del agua, revisará concesiones ociosas, regulará los volúmenes y protegerá al “pequeño usuario”. Hasta ahí está bien.
Pero nada de eso resuelve el miedo más profundo del campo, la posibilidad real de perder derechos adquiridos y el valor de su patrimonio. Porque si bien es cierto, que el agua pertenece al Estado y mediante una concesión se permite el uso y aprovechamiento del agua a los tenedores de ese derecho, en la realidad, un campesino que pretende transmitir la propiedad de un terreno de cultivo sabe muy bien que no tiene el mismo valor si lo vende con agua o sin agua. Y es que en lo que pretenden aprobar acabarían con la posibilidad de que el productor pueda disponer o negociar su terreno más la concesión del agua, porque esta posibilidad le correspondería al Estado. Es decir, el campesino transmitirá la tierra y el gobierno transmitirá el agua.
Que quede claro que no estoy diciendo que esté bien o esté mal, lo que sí estoy señalando es que lo que se pretende aprobar en la Cámara de Diputados para luego enviarlo a la Cámara de Senadores no es una reforma simple, es un cambio de paradigma en el que el Estado tendrá el control total del agua, de las transmisiones y -desde luego y quizá lo más importante- del dinero que se tenga que pagar por esa transmisión.
Y es aquí donde se cierra el círculo, porque hoy vemos al gobierno de México tratando desesperadamente de obtener ingresos de dónde sea y como sea para poder cumplir con las pensiones, becas y demás apoyos que se entregan mes con mes a millones de familias mexicanas.
Y conste que tampoco estoy diciendo que eso está bien o mal, solo me surge una pregunta:
Si ya se consumieron los fideicomisos del Poder Judicial, le redujeron presupuesto a áreas importantes como salud, deporte, educación y carreteras, acabaron con las guarderías, con los organismos autónomos como el INAI, le quitaron presupuesto al INE, la austeridad republicana cada día es más asfixiante con las oficinas gubernamentales, a los municipios los tienen ahorcados, la política fiscal se ha vuelto eminentemente recaudatoria, ya han creado y aumentado impuestos como el IEPS (refrescos, cigarros, etc.), han aumentado el costo de la electricidad, le han quitado subsidios al campo, han incrementado escandalosamente la deuda exterior mexicana y ahora quieren apropiarse de la contraprestación que se genera por una transmisión por una concesión de derechos de agua, ¿Qué y quién sigue?
Estamos ante un gobierno que promete bienestar, pero con letras chiquitas que conceden un control aún mayor al Estado sobre la vida productiva del país.
Y mientras el campo está incendiado y las carreteras de buena parte del país colapsadas, el gobierno federal está concentrado en organizar su contramarcha del sábado, como si el país estuviera para festejos partidistas.
Pareciera pues, que el levantamiento del campo -que es real, profundo y legítimo- no alcanza a inquietar al régimen. Y eso es peligroso. No solo porque afecta a uno de los sectores más golpeados del país, sino porque abre la puerta para que López Obrador haga lo que insinuó hace unos días en su reaparición, usar estas protestas como pretexto para encuadrarlas en alguna de sus tres hipótesis para volver a salir a las calles.
Ya lo advertimos en esta columna hace un par de meses, la presentación de su libro solo es el pretexto perfecto para recorrer el país; pero la realidad es que no solo le gana su obsesión por el protagonismo, sino que nunca imaginó que su pupila al llegar al poder cambiaría la estrategia de “abrazos, no balazos” por una que sí combate a la delincuencia y que ya empezó a destapar cloacas que no debía destapar, porque esas cloacas traen nombres, apellidos y amistades incómodas para el expresidente.
Y aunque muchos nos hemos visto afectados en nuestra actividad diaria por estos bloqueos, los campesinos deben saber que cuentan con nuestra solidaridad, porque sabemos que los bloqueos de esta semana no son una molestia vial, son un grito, un recordatorio de que el campo existe, de que el campo produce, alimenta y sostiene a México.
Cuando un país tiene que parar sus carreteras para que lo escuchen, el problema no es la carretera. El problema es el gobierno.
Nos leemos el próximo miércoles con más del Dedo en la Llaga.
Sobre la Firma
Jurista, exlegislador y columnista sin concesiones.
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