GILDA MONTAÑO HUMPHREY
Existe un estudio de caso realizado por Ana María Salazar y Vlad Jenkins de la Universidad de Harvard en 1991, titulado “El problema de los intocables”, que analiza en profundidad el fenómeno del narcotráfico durante los primeros años del gobierno de Carlos Salinas de Gortari. La investigación examina cómo la campaña anticorrupción, inicialmente presentada como una estrategia creíble y efectiva, se convirtió en el eje central de la administración salinista para alcanzar diversos objetivos políticos y económicos.
Salinas enfrentó el reto de imponer su autoridad sobre las complejas redes de poder establecidas en las burocracias federales y estatales, así como sobre la estructura rígida del entonces hegemónico PRI. Su equipo de gobierno concibió esta campaña anticorrupción como un complemento indispensable para las reformas económicas planeadas, que incluían una mayor apertura a los mecanismos de mercado, la privatización de empresas estatales y paraestatales, y la racionalización de una burocracia gubernamental en constante expansión.
El reto era diseñar estrategias para abolir el problema de la corrupción en México. Uno flagrante era Pemex y su corrupto sindicato. Salinas tuvo que responder a las crecientes presiones externas sobre los problemas de corrupción y tráfico de drogas en México, que se estaba convirtiendo en un factor prominente de las decisiones de los acreedores internacionales de México, en relación con la reprogramación de la deuda externa del país. Y allí comenzó otra historia.
El problema con Estados Unidos, siempre ha sido grave. Y el problema de la corrupción en México, más. Fue cuando Salinas lanzó una amplia gama de programas, incluida la racionalización de los procedimientos en la frontera, requisitos estrictos para la cumplimentación de formularios financieros para todos los funcionarios públicos, y que continuara la Contraloría de la Nación para revisar e investigar el desempeño de los mismos. Ahora ya no está la Contraloría.
En aquella época persistía aún una sólida clase media mexicana, sustentada en valores tradicionales que garantizaban la preservación de principios morales en el núcleo familiar. Esta realidad social se ha transformado drásticamente en la actualidad.
Era necesario confrontar al PRI, ese partido fundado en 1929 que durante décadas ejerció el poder mediante frágiles equilibrios entre diversos grupos de interés: sector empresarial, organizaciones sindicales, movimientos campesinos, fuerzas castrenses y la propia burocracia gubernamental.
Mantener todo esto en orden, era muy complicado. Cada uno de estos, representado en la estructura de poder interno del partido en el poder. Cada quien pedía su cuota. Y se la tenían que dar. El resultado era aún más grave: la corrupción se había convertido en el aceite que hacía funcionar el sistema y también en el pegamento que lo mantenía unido.
Se llegó a pensar incluso, que la Constitución había sido considerada como un instrumento de la política, que explicaba sus propias incoherencias jurídicas argumentando que, a diferencia del caso en el mundo anglosajón, el propósito de ésta, no era para establecer las reglas de trabajo de la sociedad, sino para establecer los objetivos sociopolíticos hacia los cuales el sistema está trabajando. Después de tanto, vino el caos.
Pues se luchó lo más que se pudo, hasta que todo se vino abajo. Al partido añejo, le vino un partido terrible que día con día, y con gran habilidad, su creador hizo que todo el mundo le quisiera, le creyera, y lo votara. Y a su seguidora también. Desastre absoluto.
El grado de decadencia se acelera día con día. Muerto tras muerto. Carencia tras carencia. Hoy, después de 35 añejos años, la historia continúa. Pero para ser más exactos, hoy si existe en el norte de nosotros, alguien que vino ya a pegar de gritos y a reclamar seriedad, inteligencia y pulcritud.
Y al antiguo sistema, ya le ganaron todos los partidos y le exigieron sensatez, vigilancia y honorabilidad en cada uno de sus actos.
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