JUAN JOSÉ MONTIEL RICO
En México, el poder presidencial vuelve a estar en el centro del debate público. Tras décadas de reformas encaminadas a descentralizar las decisiones y equilibrar los poderes, los gobiernos de Andrés Manuel López Obrador, y ahora el de Claudia Sheinbaum, han impulsado un nuevo ciclo de recentralización, donde el Ejecutivo retoma un protagonismo casi absoluto en el sistema político.
Desde la reinstalación de la figura presidencial como eje articulador de la vida pública con las conferencias mañaneras, pasando por el debilitamiento de órganos autónomos, la militarización de funciones civiles, la coordinación directa de programas sociales a través de superdelegados, hasta la presión sobre el Poder Judicial y los órganos electorales, muchos ven en esta dinámica la reedición del viejo presidencialismo autoritario. No son pocos los analistas que, ante este panorama, evocan el fantasma de la “Presidencia Imperial” omnipresente, omnipotente y metaconstitucional que lo decidía todo y al que nada ni nadie contradecía.
Pero conviene matizar. La idea del presidente todopoderoso dominó durante mucho tiempo los estudios del sistema político mexicano. De Lázaro Cárdenas a Ernesto Zedillo, la narrativa hegemónica sostenía que el presidente era el gran arquitecto del país, el dueño del partido, el jefe máximo de la administración pública y el dedócrata que ungía a su sucesor. Autores como Enrique Krauze y Jorge Carpizo (mal) interpretaron este fenómeno, como una presidencia que no solo ejercía el poder legal, sino también el metaconstitucional; una figura por encima de cualquier contrapeso y de las reglas, capaz de suspenderlas, manipularlas o crearlas a su favor.
Sin embargo, investigaciones más recientes han desafiado esta visión monolítica. Juan Espíndola desmontó el mito del presidente omnipotente, subrayando que incluso en el apogeo del partido hegemónico, los mandatarios enfrentaban límites importantes. Tenían que negociar con facciones internas, mantener el equilibrio entre sectores corporativos y evitar fricciones con el aparato estatal.
Soledad Loaeza, por su parte, nos recuerda que la figura presidencial mexicana estuvo siempre condicionada por el entorno internacional. En su libro A la sombra de la superpotencia, muestra cómo la relación con Estados Unidos —durante la Guerra Fría, sobre todo— impuso restricciones decisivas a los presidentes mexicanos, que debían manejar con cautela su política exterior y muchas veces supeditar decisiones internas a los intereses geopolíticos del norte.
A su vez, Ricardo Pozas aporta una visión más institucional, en la que el poder presidencial operaba dentro de una lógica de excepción, sí, pero también de autolimitación. El mito del presidente por encima de la ley convivía con acuerdos no escritos —como la no reelección y la inmunidad pactada entre sexenios— que estructuraban las reglas del juego político.
Volver a estas reflexiones es útil hoy, cuando pareciera que nuevamente emerge la figura del Ejecutivo fuerte. Porque si bien la figura presidencial ha recuperado centralidad con Claudia Sheinbaum, también enfrenta desafíos similares y distintos a los de sus antecesores. En los primeros meses de su gestión, ha tenido que lidiar con eventos que evidencian la fragilidad del entorno, como el asesinato de Carlos Manzo, que sacudió al país; el escándalo del “huachicol fiscal”, que evidenció redes de corrupción en instituciones otrora impenetrables; la sorpresiva y masiva movilización de la Generación Z, que exige nuevas formas de representación; y el constante enfrentamiento con una oposición que, aunque moralmente debilitada, está presente en el Congreso y en los gobiernos estatales.
Pero quizá el mayor reto de la Presidenta sea sacudirse la sombra, el poder y el arrastre de quien la precedió. La figura de López Obrador, su popularidad, su estilo y sus decisiones siguen moldeando buena parte del discurso público. Para bien y para mal, es difícil ejercer la Presidencia con autonomía plena cuando aún se transita por la estela de un liderazgo tan dominante.
En este contexto, conviene recordar que incluso en los tiempos del PRI hegemónico, el poder presidencial no era ilimitado. La historia, las relaciones de fuerza, las presiones internas y externas, y las dinámicas sociales siempre operaron como límites. Entender esto puede ayudarnos a mirar con más claridad el momento actual. Ni alarmismo frente a un supuesto regreso del autoritarismo absoluto, ni ingenuidad frente a los riesgos de una nueva concentración del poder. Más bien, conciencia crítica de que todo poder, incluso el presidencial, tiene sus límites.
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Estratega político entre gobiernos, campañas y narrativas.
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