CLAUDIA G. VALDÉS DÍAZ
Tenía 22 años. Delgado, alto, con los tatuajes que hablaban por él más que cualquier documento. En el pecho un corazón con la sentencia “Por Siempre”, en el antebrazo unas iniciales que no querían ser olvidadas, detrás de la oreja un diamante, quizá más verdadero que los discursos huecos que hoy pretenden consolar. Vestía sudadera amarilla fosforescente, como si gritara en silencio: mírenme, no me pierdan y, sin embargo, se lo tragó el mismo agujero negro que a otros tantos.
José Rodolfo Cárdenas fue visto por última vez en Tacoaleche el 18 de agosto. Ocho días después apareció muerto en San Luis Potosí. Ese corredor maldito donde las fronteras no existen para el crimen, pero sí para las fiscalías que se tiran la bolita de la impunidad.
En vida fue un joven agricultor, un hijo, un hermano. En muerte, apenas otra ficha en la estadística que a nadie conmueve en Palacio de Gobierno, salvo para colgar un tuit de condolencias. Los números se acumulan como costales de frijol en las bodegas: ya nadie los cuenta, ya nadie los mira. Pero cada cifra tiene rostro, piel, tatuajes, sueños interrumpidos. Y la pregunta que debería desvelar a los gobernantes es esta: ¿cuánto vale una vida en Zacatecas?
El secretario general de Gobierno, Rodrigo Reyes Mugüerza, expresó su solidaridad con la familia. Dijo comprometerse con la pacificación del estado. Y casi al mismo tiempo, desde Tlaltenango, celebraba la entrega de patrullas y uniformes como si fueran milagros en tierra de sangre. “La pacificación se diseña con trabajo constante”, presumió. ¿De veras? Porque la realidad parece diseñada al revés: el crimen avanza y el gobierno se dedica a cortar listones.
Los campesinos lo saben mejor que nadie: los tractores que bloquearon las calles no eran símbolo de protesta improvisada, sino de hartazgo cultivado con años de abandono. Cada desaparición confirma lo que ya es un secreto a voces: Zacatecas se convirtió en un campo abierto donde manda el que porta armas y controla caminos, no el que siembra ni el que gobierna.
El hallazgo de Rodolfo, fuera del estado, no es un hecho aislado: es el reflejo de un patrón. Jóvenes levantados aquí, ejecutados allá. El crimen traslada cuerpos como si fueran mercancía de contrabando, borrando huellas, rompiendo jurisdicciones. El Estado, impotente, se limita a informar hallazgos y a repetir la palabra “coordinación” como si eso sirviera de escudo a las familias que entierran a sus muertos.
Rodolfo vestía como cualquiera: mezclilla, Nike blancos, gorra negra. La armadura mínima de un joven en un país donde vivir se ha vuelto un acto de temeridad. Pero había algo en su sudadera fosforescente que duele más: brillaba, como si buscara ser visto. Y lo vieron, sí. Lo vieron los que lo desaparecieron. Lo vieron las autoridades, tarde y mal. Y hoy lo vemos todos, cuando ya es demasiado tarde.
¿Pacificación? ¿Compromiso? Las palabras oficiales suenan a campanas rotas en un pueblo vacío. Porque mientras los funcionarios tuitean, los jóvenes siguen cayendo. Y aunque repitan hasta el cansancio que “ningún hecho quedará en la impunidad”, la realidad es que en Zacatecas los muertos no descansan en paz: descansan en la desmemoria del gobierno.
Decía el dicho: “Del dicho al hecho hay mucho trecho”. Aquí el trecho se mide en ataúdes. Y cada uno pesa más que todas las promesas juntas.
Porque Rodolfo no debía morir a los 22 años. No debía brillar en la oscuridad como un fantasma, sino en la vida como lo que era: un muchacho con futuro. Y, sin embargo, terminó convertido en otra muesca del fracaso estatal.
La verdadera pregunta no es cuántos más van a desaparecer. La verdadera pregunta es cuántos muertos más necesita este gobierno para admitir que perdió la guerra.
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Columnista especialista en municipios, justicia y poder.
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