JOSÉ MANUEL RUEDA SMITHERS
Nos venden espejismos con voz solemne, dibujan enemigos en tierras lejanas
mientras en casa arden las preguntas.
La realidad sangra en silencio, pero los discursos levantan cortinas
que ciegan y entretienen.
Poema “El Arte de Distraer”. Anónimo.
Vivimos una época peculiar: no es ya la era de los grandes líderes, sino la de los ilusionistas políticos. Gobernar parece menos un ejercicio de resultados que una práctica de distracción. Lo importante no es resolver los problemas internos, sino lograr que la sociedad mire hacia otro lado.
La semana pasada quedó de manifiesto. Donald Trump volvió a colocar a México como amenaza migratoria y de seguridad para Estados Unidos, mientras enfrenta fracturas políticas y judiciales en su propio país. Claudia Sheinbaum, en México, apeló al discurso contra Washington justo cuando arrecian los reclamos por la violencia y la inseguridad nacional.
Emmanuel Macron en Francia, debilitado por protestas sociales y un Parlamento dividido, buscó oxígeno en debates internacionales. Pedro Sánchez, en España, golpeado por acusaciones de corrupción y desgaste político, también recurrió a la proyección externa. Vladimir Putin, por su parte, convirtió la tensión internacional en propaganda de resistencia, usando cada sanción como combustible para el nacionalismo interno. Y en América Latina, varios mandatarios desempolvaron el viejo guion de culpar a potencias extranjeras de los males domésticos.
El patrón es inconfundible: frente a crisis de gobierno -errores de gestión, soberbia, imposiciones- o a crisis nacionales más profundas -economía, violencia, fractura social-, el recurso favorito es siempre el mismo: la distracción estratégica. Se inventa un enemigo externo, se sobredimensiona un conflicto ajeno, se magnifica un debate foráneo.
En el fondo, se trata menos de gobernar que de administrar percepciones.
Ahí radica la paradoja. No importa si se proclaman de derecha o de izquierda, si se visten de nacionalistas o cosmopolitas. Todos parecen haber adoptado la lógica de las redes sociales: no interesa el fondo, lo relevante es mantener la atención cautiva. Lo importante no es convencer con hechos, sino con discursos que generen emoción inmediata. Gobernar con narrativas, no con resultados.
Por supuesto que esta táctica no es nueva. Desde tiempos romanos, el “pan y circo” servía para anestesiar al pueblo. Lo inquietante es la intensidad con que hoy se practica: vivimos en democracias hiperconectadas, con ciudadanos saturados de información, pero hambrientos de certezas. Y ese vacío lo llenan los discursos de distracción. Cuando un líder señala un enemigo externo, logra cohesión interna. Cuando dramatiza un conflicto ajeno, disuelve momentáneamente las críticas domésticas. Las reiteradas menciones en la mañanera del pueblo sobre la letra de nuestro himno.
La pregunta de fondo es si estamos frente a políticos incapaces de resolver problemas que solo saben manipular discursos, o frente a una nueva forma de poder que gobierna precisamente a través de la distracción. Porque no es lo mismo un mal gobernante que oculta su fracaso tras cortinas de humo, que un estratega que decide que esas cortinas son el gobierno mismo.
Por ejemplo, decir una y otra vez quien fue el mejor presidente de nuestra historia.
El riesgo es claro: si la política se reduce a espectáculo, la ciudadanía queda atrapada en una ilusión permanente. La gente puede voltear la mirada unos días, unas semanas, incluso unos años. Pero la realidad no se cancela por decreto ni por retórica. Tarde o temprano, vuelve a irrumpir con toda su fuerza.
Y ese día, los líderes-ilusionistas quedarán desnudos.Lo cierto es que -por lo pronto- vivimos bajo gobiernos de distracción en todo el mundo.
Los estados fallan cuando caen bajo el control de élites extractivas que se sirven, no sirven.
Sobre la Firma
Columnista crítico, académico, servidor y periodista.
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