CLAUDIA G. VALDÉS DÍAZ
La batalla por el control del tránsito en Zacatecas ya no es una escaramuza local: es una insurrección política en ciernes.
En el fondo, esta disputa por la municipalización del tránsito no es un tema técnico, jurídico ni logístico. Es un pulso político. Una rebelión silenciosa que comienza a organizarse desde los márgenes del poder estatal, pero que, como toda grieta, podría volverse fractura.
A esta asonada se han sumado nombres con rostro y territorio: Javier Torres Rodríguez, alcalde de Fresnillo; Mario Córdoba Longoria, de Río Grande; Miguel Varela Pinedo, de Zacatecas capital; Rodrigo Ureño, de Jerez; y ahora, Olegario Viramontes, de Jalpa. Todos distintos en color y estilo, pero unidos en una causa: hacer valer la autonomía municipal frente a la nueva gobernanza que los ignora, los desacredita y los margina.
Es el hartazgo de los alcaldes frente al centralismo de la administración del inquilino de La Casa de los Perros, que parece concebir la gobernanza como una monarquía sexenal.
En palabras de David Monreal Ávila, estos presidentes municipales son “ignorantes, irresponsables y osados”. Porque —dice— pretenden operar direcciones municipales de tránsito sin su autorización, “interrumpiendo la estrategia integral de seguridad”.
Pero lo que el mandatario llama osadía, en realidad es fastidio. Lo que califica de ignorancia es lectura constitucional. Y lo que ve como amenaza, es el derecho legítimo que el artículo 115 otorga a los municipios para organizar sus propios servicios públicos.
En Río Grande, gobernado por el PRI, ya opera una dirección de tránsito con su propio reglamento, corralón y tabulador de multas. En Fresnillo, Torres Rodríguez logró que el Cabildo aprobara su reglamento vial. Y en Jalpa, Olegario Viramontes formalizó la solicitud de transferencia ante la Coordinación Jurídica del Estado. No se trata de improvisación, sino de un proceso jurídico que busca dignificar la gestión local, acercar al ciudadano a la autoridad y romper con el desdén de la administración central.
La respuesta de David Monreal, lejos de apaciguar, echa gasolina sobre un terreno reseco. No hay diálogo, sólo descalificaciones. No hay acuerdos, sólo órdenes. Y en medio, los alcaldes comienzan a entender que no están solos. Lo que parecía una coincidencia administrativa se está convirtiendo en una estrategia común. Una alianza política que, a dos meses del cuarto informe gubernamental, podría erosionar aún más la imagen del gobernador.
Porque, seamos honestos, el discurso triunfalista de David Monreal solo presume orden donde hay descontento, y unidad donde hay ruptura.
Hoy, la revuelta no es violenta. Es legal, institucional y —por ahora— contenida. Pero si el todavía inquilino de La Casa de los Perros insiste en gobernar como si fuera el único con derecho a decidir, estos alcaldes, que hoy exigen tránsito, mañana podrían disputarle la narrativa, el liderazgo y, llegado el momento, el poder.
En esta tensión, David Monreal parece apostar por el descrédito: acusa sin matices, insinúa intereses oscuros, recuerda a Fresnillo que le debe seguridad porque él también es de allá. Pero ese paternalismo político resulta cada vez más torpe. La gente no votó por padres, sino por administradores. Y los alcaldes ya no están dispuestos a pedir permiso para ejercer la responsabilidad que la ley les otorga.
Esta no es una simple disputa por patrullas y reglamentos. Es el preludio de un nuevo equilibrio en Zacatecas. Si la nueva gobernanza continúa cerrando puertas y levantando muros, ese bloque de alcaldes que hoy reclama tránsito, mañana podría exigir rumbo. Porque cuando el poder deja de escuchar se convierte en el principal detonante de la oposición.
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