CLAUDIA G. VALDÉS DÍAZ
Por más triples que se encesten, ninguna victoria es posible cuando el adversario se esconde en las oficinas. El baloncesto profesional en Zacatecas, representado por los Mineros en la Liga Nacional, no enfrenta su peor enemigo en la cancha, sino en la institucionalidad volátil del deporte estatal. La reciente renuncia de Felipe Méndez Rodríguez como presidente del club no es un asunto menor; es el síntoma más claro de una estructura corroída por la improvisación y la politización.
Méndez asumió el liderazgo del equipo con una propuesta ambiciosa y una condición innegociable: independencia operativa a través de una Asociación Civil. Esta separación buscaba, con razón, evitar la parálisis provocada por las inercias gubernamentales. Su diagnóstico fue certero: jugadores, patrocinadores y proveedores no querían repetir la experiencia amarga de las temporadas anteriores, marcadas por la desconfianza y la falta de palabra.
En unos meses se consolidó un proyecto que, aunque modesto, apostaba a la profesionalización: plantilla competitiva, empresa de marketing, servicios médicos especializados, oficinas propias, sistema de boletería electrónica y un acuerdo con empresas zacatecanas para proveer uniformes y logística. Incluso se redujo el precio de los boletos. Se trató, ni más ni menos, de devolverle al equipo la dignidad de una institución seria.
Pero en Zacatecas, la autonomía deportiva molesta. La intervención del Instituto de Cultura Física y Deporte del Estado (Incufidez), sin previo aviso ni consulta, fracturó los cimientos de ese esfuerzo. La nueva gobernanza, incapaz de tolerar la independencia, decidió apropiarse del equipo. ¿Con qué legitimidad? ¿Con qué proyecto alterno? ¿Con qué respeto por el trabajo realizado? Nada de eso se explica. Y mientras la narrativa oficial calla, los hechos gritan: patrocinadores se fueron, los proyectos se suspendieron, y el equipo entrena ahora en condiciones indignas.
La situación raya en lo grotesco: el gimnasio Marcelino González, cuya techumbre aún filtra agua, se quedó sin rehabilitación, a pesar de que Méndez había comprometido recursos personales para las obras. El director deportivo no ha cobrado en más de tres meses. Los jugadores no tienen alimentación adecuada, ni hospedaje fijo, ni transporte garantizado. Lo que debía ser una casa para el baloncesto zacatecano es hoy un campamento itinerante.
Peor aún: la administración del equipo ha quedado en manos de solo dos personas —una de ellas, el propio titular del Incufidez, Edgar Rodarte Menchaca— como si se tratara de una dependencia gubernamental más, y no de una franquicia profesional que compite en una de las ligas más exigentes del país. La politización del deporte no sólo detiene el desarrollo institucional, sino que también traiciona la confianza de quienes apostaron por un modelo alternativo.
Felipe Méndez se va, pero lo hace dejando claro que no fue una renuncia, sino una expulsión disfrazada de formalismo. Exige, al menos, que se respeten los salarios del equipo que trabajó con él. Es lo mínimo. Pero ni eso parece garantizado.
Zacatecas merece un equipo profesional, pero también un gobierno que entienda que el deporte no puede manejarse con la lógica del clientelismo, del capricho o del control político. Esta es una derrota que no se mide en el marcador, pero pesa más que cualquier eliminación.
Y mientras la duela sigue vacía, en las oficinas de la nueva gobernanza nadie parece entender que jugar con el deporte es, en realidad, jugar con la esperanza de una comunidad entera.
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