¿Qué México queremos?

RAYMUNDO MORENO ROMERO

La democracia mexicana, con todos sus yerros y asuntos pendientes, ha permitido el surgimiento de instituciones y un andamiaje normativo que promueve y protege derechos fundamentales como la libertad de expresión, el acceso a la información, la libertad de asociación, o la posibilidad de disentir, tales instituciones se han ido forjando al paso del tiempo a partir de la lucha constante y resiliente de una sociedad civil cada día más involucrada en los asuntos públicos. Organismos Constitucionales Autónomos como en INAI, el Banco de México, el Inegi o el INE, han tenido un papel protagónico en el devenir de la República, aportando certezas que no hace mucho, apenas 30 años, eran casi inimaginables, seguridades que permitieron que la auto denominada cuarta transformación se alzara con un triunfo incuestionable tanto en la última elección presidencial, como en las legislativas.

Al cabo de más de dos años de aquella victoria de 2018, el principal beneficiario de la certidumbre democrática que aportan instancias como el Instituto Nacional Electoral, es precisamente el encargado de denostarlas y acotarlas: el presidente de la República. El jefe del Estado Mexicano, quien administra el 80% de los recursos públicos nacionales y cuenta con mayorías absolutas en ambas cámaras del Congreso de la Unión, cotidianamente centra su discurso en trasladar la responsabilidad de los fracasos de su gobierno ya sea a las administraciones anteriores, o a la supuesta corrupción o ineficacia de los organismos autónomos. Paradójicamente, el hombre que llego a la silla presidencial gracias a las libertades conquistadas en las últimas décadas, hoy amenaza la subsistencia de las instituciones encargadas de garantizar tales libertades.

El talante autoritario, poco receptivo e intolerante con la crítica, ha sido el sello de la casa durante el primer tercio de la administración de Andrés Manuel López Obrador, más aún, al interior de su partido, las prácticas de avasallamiento de adversarios y designación de candidatas y candidatos, a partir de la simpatía del presidente, son una realidad que necesariamente recuerda los años más oscuros del poder absoluto, de la que dictadura perfecta de Vargas Llosa.

Ante una ruta presidencial claramente centralista, con constantes ataques lo mismo a la prensa libre, que a los organismos autónomos, los partidos de oposición, o los gobernadores federalistas, y en un contexto de violencia generalizada, desempleo y subempleo rampantes, constantes agravios a los derechos humanos, deficiencias estructurales en el sistema educativo, una política energética anacrónica, y una emergencia sanitaria sin precedentes, aderezada por un dramático desabasto de medicamentos y una cada vez más evidente saturación hospitalaria, resulta necesario cerrar filas para plantear alternativas de solución a los muchos retos de país.

La próxima elección intermedia de junio del 2021 es el momento preciso para buscar la confluencia de voluntades y para centrar los esfuerzos en las coincidencias primordiales, sin dejar de reconocer las diferencias ideológicas, pero anteponiendo el bien mayor de la nación. Es así como en un entorno de polarización surgen dos opciones muy claras para el electorado, por una parte, la coalición gobernante compuesta por el partido del presidente y sus nuevos y antiguos aliados: el PT y el impresentable PVEM, además de nuevos o relanzados institutos políticos satélite que, a la mejor usanza del Salinato, pretenden ser comparsas de los intereses del poder presidencial; y por el otro, la alianza de tres partidos nacionales, el Partido de la Revolución Democrática, el Partido Acción Nacional, y el Partido Revolucionario Institucional, con historias disímiles, pero un objetivo común: poner un freno al poder absoluto y los tangibles errores de política pública que emanan de Palacio Nacional.

En unos meses habremos iniciado las campañas de la que será la elección más grande de nuestra historia, en ella las y los mexicanos tendremos la oportunidad de decidir que clase de país queremos: uno en donde un solo hombre tome todas las decisiones relevantes, en donde los fracasos siempre son responsabilidad de terceros, en donde la crítica es sinónimo de traición o infamia, y en donde las catástrofes humanitarias, como la que vivimos, se resuelven por decreto o con otros datos; o uno en donde los contrapesos democráticos, la crítica y la libertad de disentir, sean considerados naturales y necesarios, y donde se asuman los errores y se escuchen todas las voces en un afán de corregir el rumbo y mejorar las condiciones de vida de las y los ciudadanos. La definición del futuro de México y de la que será la realidad de varias generaciones está en nuestras manos, y tu ¿qué clase de país prefieres?