La Plaza Issstezac

JAIME ENRÍQUEZ FÉLIX

El agua, desde los tiempos del hombre primitivo, era identificada por sus propiedades curativas. Vestigios de los primeros baños fueron encontrados en algunas ciudades hindúes, en la antigua Grecia, en la isla de Creta y en Egipto. Todo esto, por lo menos dos mil años antes de Cristo.
Las termas originales sólo disponían de agua fría que se aplicaba en tinas para baño. Posteriormente se introdujeron el agua templada y los baños de vapor. En Grecia y en Roma tenían un ritual propio que se acompañaba de ejercicios y masajes.

La cura a través del agua se extendió en Europa mediante los romanos. A pesar de que la iglesia Cristiana otorgaba más importancia a la limpieza espiritual que a la del cuerpo, y consideraba a los baños como lugares de perversión, estos florecieron.

En Escandinavia, donde el cristianismo tardó en imponerse, cada casa contaba con una instalación denominada “sauna”, donde se aplicaban primero aguas templadas, y luego aguas heladas.

Sobre España es importante destacar el Baño Real de la Alhambra de Granada. A la expulsión de los musulmanes de la península ibérica, se restringió la práctica de los baños, pues se le relacionó con actos herejes, moriscos y judíos conversos.

Existe una película china de finales del siglo pasado, hermosa por su dulzura y su temática, y por la ternura de sus personajes: ganó la concha de plata en el Festival de San Sebastián en 1999.

Descubre la magia del baño comercial y el encanto que provoca en sus usuarios: la pelea de grillos en sus instalaciones, las “islas flotantes” en las tinas con la copa de sake, el masaje, la variación de las temperaturas en el agua, los mismos tableros de damas chinas que flotan en las aguas para la diversión de los amigos que allí se reúnen.

Todo esto en torno a la historia de un padre, cuyo hijo menor es retrasado pero que, con una voz excepcional, imita a los grandes tenores de la música de ópera, combinando el canto con su trabajo en una colonia popular de Beijing, donde está ubicado este centro.

En contraste con esta tradición milenaria del baño, existen en Japón casetas donde el hombre o la mujer se desnudan, pasan su ropa por una banda, y una especie de casco metálico vierte flujos de agua con jabón para lavar esta parte tan significativa del cuerpo.

Posteriormente, rodillos laterales limpian extremidades superiores e inferiores, viene un secado –como si se tratara de un automóvil- a base de aire. Al terminar, la ropa sale por el otro extremo de la banda, debidamente lavada y planchada.

En el Zacatecas de mediados del siglo pasado, la tradición del baño era escasa. Se decía que en la ciudad, las familias utilizaban el baño de la escalera: el padre arriba, la madre después, seguida del hijo mayor y así… el agua iba cayendo, limpia para el padre y sucia para el hijo más pequeño.

La verdad era que nos bañábamos en artesas, generalmente en parejas por la poca agua que existía: mucha provenía de depósitos subterráneos que, alimentados por los techos en tiempos de agua, y protegidos con carbón, nos permitían sobrevivir los tiempos de secas, los aljibes.

Sin embargo, yo tuve una tradición familiar: mi padre como comerciante, sólo cerraba su establecimiento los jueves por la tarde y el domingo de igual forma. El resto del tiempo era trabajo. Yo le ayudaba en sus actividades: mi premio era que el domingo o el sábado me tocaba ir a cualquiera de los baños de vapor. Se le llamaba indistintamente así, o baño ruso o baño turco.

La entrada a los casilleros estaba comúnmente abarrotada. Allí se desnudaban los hombres y, en ocasiones muy frecuentes, había que dejar la ropa sobre las bancas. Una vez a mi padre le tocó que, llevando unos zapatos bostonianos marca Canadá, tuvo que salir con un pestilente y viejo calzado que alguno le había dejado, canjeándoselo por el de él.

La permanencia en la parte del vapor era de horas. Tres o cuatro horas. Llegaban los mecánicos, los verduleros, uno que otro rico conocido, y hasta algunas minorías sexuales que con discreción, miraban de reojo las miserias humanas que pululaban a su alrededor.

Había personajes que me provocaban impacto en sus hábitos de limpieza, sobre todo los mecánicos, con sus manos absolutamente oscurecidas por el aceite, lo mismo que sus brazos y sus rostros; pero lo que más observaba yo eran sus pies, que sobrevivían lastimados, llenos de costras de origen milenario. Cuando habían pasado un par de horas, iniciaban un ritual con una hoja de rasurar marca Gillette, de las que entonces existían, y empezaban a raspar -como si fuera un tallado de madera- para quitar la mugre acumulada. Pasaban horas e insistían. Algunos más tecnificados metían un lápiz, introduciendo la navaja en medio de él, provocando la firmeza de la hoja y una curvatura que, como un rastrillo improvisado, permitía el raspado de manera insistente.

Había siempre cervezas, tequila y brandy que la gente introducía, pero no era común observar excesos, quizá por la combinación de vapor y agua fría que todo el mundo tenía. Los ruidos de las calderas eran insoportables. Las barbas de días saturaban los asientos, por lo que frecuentemente había que pasar una tina para desechar restos de jabón, de pelos y de costras.

Íbamos a los baños de Avenida Insurgentes, los de la Pinta del señor Lugo, los de la avenida Hidalgo, y los que estaban junto al Gallito en el Laberinto.

Fueron modificando sus estilos poco a poco: después daban toallas, los baños estaban limpios, había masajistas y en algunos, hasta un “cotense” para colocarla en el lugar donde uno habría de sentarse.
Las vidas familiares se contaban y las intimidades se rompían en los debates que allí surgían. Así nos conocíamos unos a otros, acabando en una cordial y respetuosa intimidad.

Ahora Zacatecas, utilizo los baños de vapor del Issstezac donde hay grandes amigos, que desde muy temprano invitan un tequilita o una cerveza –que no sé de dónde sacan- y los sábados por la mañana, hasta una comilona hay. Rostros viejos que parecen nuevos, el dominio de la flacidez colectiva no es sino el reflejo del paso de los años.

Otro baño que tenía su encanto, era el del señor de la Torre en el rumbo de las haciendas. Hoy han cambiado de lugar en ese gigantesco terreno, pero la delicia original era el agua fría profunda, que debía ser de tiro de mina –al fin mineros-. En la nueva instalación, lo que es un encanto, es su música. Es fácil descubrir la perfecta dicción de Frank Sinatra cantando “My Way”, o el dueto de Nat King Cole con su hija, o a Ella Fitzgerald, a Loretta Young, a los canadienses Santo y Johnny Farina, la música de las Grandes Bandas, de Glenn Miller desde luego, Sonia López, Virginia López, los Panchos con Eddy Gormé, Julio Jaramillo, el Jefe puertorriqueño, y desde luego, las canciones de Antonio o de Juanga.

Un domingo viví en el lugar un incidente que me despertó el espíritu que de niño disfruté de los baños de vapor. Un señor gritaba a otro enfrente de él: “Maestro, no quiere un tequila”, “No, gracias”. “Maestro, no quiere un tequila”, “No gracias, quisiera mejor una cerveza”. “No: tómese algo para hombres: un tequila”. “Está bien. ¿Qué marca?” El hombre sale y regresa por una cerveza y le pregunta: “¿Qué pasó con el tequila?”. “Vale muy caro”. “Y ¿por qué no trajo dos?” Contesta: “Sólo traje la suya porque, desde luego, la cargué a su casillero, y usted la va a pagar”.

Así, entre grasa, jabón y masajes, transcurre la canción de Nat King Cole “Mi fascinación” que, más que cantante, lo hace parecer maestro de dicción de inglés, de alguna escuela neoyorkina.

Importante es que las autoridades del Issstezac valoren el Casino del Empleado creado en tiempos de Don Leobardo Reynoso. Un recinto que fue el club para los empleados del gobierno, con boliche, salas de fiesta, zonas de esparcimiento muy dignas.

Un bello edificio que irrumpía con la parte marginal de Zacatecas y que enlazaba a la Sierra de Álica con un club para empleados pobres, que era, sin embargo, el mejor de la ciudad: pulcritud, eficiencia y buen trato lo caracterizaban. Allí se festejaban XV años o matrimonios sin que hubiera abuso en las cuotas. Era prácticamente una prestación para los que trabajaban en el gobierno.

Quienes no laborábamos para el Estado, por una módica cuota teníamos acceso al lugar. Hoy la plaza Issstezac es una vergüenza por el descuido, la mala comida, la suspensión continua de los servicios en el vapor, siendo el único que cierra al menos 52 días al año, más las fiestas y las ineficiencias. Debe operar entre 8 y 9 meses anuales. ¿Qué le costaría a los funcionarios reproducir aquel bello lugar, ejemplo de la burocracia nacional, un lugar de recreación para los zacatecanos todos?

Zacatecas requiere eficientarse: se trabajan 200 días al año según confesión de la SEP en su calendario, pero comemos 365 días. Tenemos que aumentar nuestra productividad que permitirá elevar salarios y tener un Zacatecas como lo fue en la colonia: la segunda ciudad de América.

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