JUAN JOSÉ MONTIEL RICO
En la ciencia política hay un dilema permanente que atraviesa toda representación parlamentaria, ¿a quién deben lealtad los legisladores?, ¿al partido que los llevó al cargo o a la ciudadanía que les dio el voto? Esta tensión entre disciplina partidista y representación popular no es menor. Cuando se desequilibra demasiado hacia un lado, lo que erosiona es la legitimidad del régimen democrático. En México, donde los partidos operan con una fuerte verticalidad, la disciplina partidista se impone como dogma, y el resultado es una clase política que se preocupa más por no salirse del guion que por representar genuinamente a sus comunidades.
Un caso reciente ilustra con crudeza esta disyuntiva. Hace unos días, durante la discusión de la miscelánea fiscal 2026, se presentó una reserva para reincorporar el llamado Fondo Minero a la Ley de Derechos. Un instrumento que —hasta su extinción en 2020— canalizaba recursos a estados y municipios con actividad minera. El objetivo era retribuir con inversión social a las comunidades que sufren las consecuencias sociales y ambientales del extractivismo. La propuesta, impulsada por la senadora Bañuelos, fue rechazada por la mayoría oficialista. Entre quienes votaron en contra destaca la senadora Verónica Díaz, una de las representantes del segundo estado que más recursos recibió durante la vigencia de este fondo: Zacatecas. Una verónica impecable en la tauromaquia y en la política; elegante y calculada para dejar pasar el embiste del toro, o en este caso, el interés legítimo de las comunidades mineras.
¿En qué consistía este Fondo? Fue creado en 2014 con la finalidad de compensar a los territorios de donde se extraen minerales. Se nutría de derechos aplicados a las millonarias empresas mineras. De lo recaudado, el 80% iba a un fideicomiso destinado a obras sociales en municipios mineros; el resto se quedaba en la federación. Entre 2014 y 2018 se asignaron más de 10 mil millones de pesos en proyectos, y Zacatecas recibió alrededor de dos mil millones para financiar cerca de 500 obras. En municipios como Mazapil, este apoyo significó presupuestos diez veces superiores a su gasto regular.
Era un instrumento imperfecto, pero perfectible. Lo lógico habría sido fortalecer su transparencia, involucrar a las comunidades, vigilar mejor su ejecución. Pero no. En 2020, bajo la lógica de “centralizar para eficientar”, el fondo fue extinto y sus recursos redirigidos a programas federales. El problema no es el programa; el problema es que los estados y municipios afectados dejaron de tener injerencia directa sobre los recursos generados en su propio suelo.
Por eso sorprende que una senadora de Zacatecas vote en contra de restablecer el fondo. En una analogía taurina, lo suyo fue una verónica perfecta. Le dio salida al tema con elegancia, sin confrontar, siguiendo el pase que le marcó su partido. La pregunta es ¿a quién representó con ese voto? ¿A las y los zacatecanos de Mazapil, Fresnillo, Concepción del Oro, que antes veían obras financiadas por el fondo? ¿O al liderazgo partidista que no ve con simpatía revivir lo que en su momento decidió eliminar?
La representación popular no es obediencia vertical. Como bien apuntan los clásicos, si los intereses del partido desplazan sistemáticamente a los del electorado la legitimidad del representante se vuelve frágil, casi de ornamento. En sistemas como el mexicano, donde romper la línea del partido implica costos políticos enormes, los legisladores tienden a ceder. Pero en casos como este el electorado sí se da cuenta quién vota qué, y por qué.
Este episodio debe invitar a una reflexión más profunda a quien —todo indica— aspira a proyectarse al Ejecutivo estatal. Porque cuando se busca gobernar un estado como Zacatecas, no basta con lucir pases elegantes ante la grada nacional, sino de hacerle frente al toro. La gubernatura no la da solo el partido; la da, principalmente, quienes sienten en el territorio el polvo de la mina… y ahora, también, la ausencia del fondo.
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Estratega político entre gobiernos, campañas y narrativas.
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