CLAUDIA G. VALDÉS DÍAZ
El Instituto Zacatecano de Transparencia (IZAI) ha sido extinguido. Sin duelo, sin siquiera el mínimo debate público que merecería el cierre de una institución nacida para garantizar el derecho a saber. Hoy cierra sus puertas. Y con él, se abre un nuevo capítulo de opacidad institucional en Zacatecas. Un capítulo donde la verdad se administra desde el poder y la transparencia se reduce a promesa hueca.
La “nueva gobernanza” lo presenta como un acto de eficiencia. Hablan de austeridad, de simplificación orgánica, de evitar duplicidades. Pero en el fondo, lo que han hecho es retirar un contrapeso incómodo, un espacio autónomo que aún podía documentar los excesos de una administración aferrada a sus propias cifras, ajena a los datos oficiales cuando no le favorecen, enemiga de las voces críticas.
Apenas consumada esta eliminación, el mismo gobierno lanza su cruzada contra la infodemia con un paquete de guías que pretende, desde el discurso, fortalecer la calidad de la información. Una guía para burócratas, otra para mujeres, una más para jóvenes, y un decálogo dirigido a los medios de comunicación. Todo diseñado, se dice, para proteger a la sociedad del miedo y la mentira. Pero en la práctica, lo que se impone es una pedagogía del control: se enseña cómo reaccionar, cómo comunicar, cómo discernir, siempre bajo la lógica del Estado como única fuente legítima de verdad.
La paradoja es grotesca. Se cancela el único órgano garante de acceso a la información, y al mismo tiempo se difunden manuales para filtrar lo que debe o no debe creerse. Se clausura el IZAI con la promesa de que cada ente público asumirá su propio control interno —es decir, nadie los vigilará de verdad—, mientras se presiona a los periodistas a adoptar un código oficialista que no tolera la disidencia ni la crítica.
La transparencia ya no será un derecho exigible, sino una concesión que cada institución entregará según sus intereses. Las denuncias ciudadanas deberán navegar en un mar de dependencias sin autonomía, sin protocolos claros, sin garantías. Y mientras tanto, los promotores de esta estructura celebran haber convertido a Zacatecas, dicen, en uno de los estados más seguros del país.
El acompañamiento del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, lejos de ser un respaldo legítimo, corre el riesgo de convertirse en una coartada. No basta con hablar de democracia o gobernanza efectiva si se valida, aunque sea simbólicamente, un proceso que erosiona derechos fundamentales. ¿Puede una organización internacional que defiende la libertad de expresión apoyar a un gobierno que silencia, recorta y domestica la información?
En Zacatecas se está construyendo una arquitectura del silencio. Una donde todo se reduce a la narrativa oficial, y cualquier desviación es vista como amenaza. Se ha borrado al organismo que permitía exigir cuentas. Se criminalizó la crítica. Se empuja a los periodistas a acatar lineamientos dictados por quienes deberían ser objeto de su escrutinio.
La transparencia no se extingue por decreto. Se extingue cuando el poder deja de verla como obligación y la convierte en obstáculo. Hoy, esa línea se ha cruzado. Y la ciudadanía —si no defiende su derecho a la verdad— será la siguiente en desaparecer del mapa democrático.
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