CLAUDIA G. VALDÉS DÍAZ
El poder, cuando se protege a sí mismo, es capaz de lo más ruin: blindar a un hombre acusado de abusar sexualmente de una niña de cinco años. Eso ocurrió en Zacatecas con el caso del exrector Rubén de Jesús Ibarra Reyes, condenado en un juicio abreviado por abuso sexual, no por violación equiparada agravada, gracias a la reclasificación de un juez dócil y un entramado de complicidades que abarcan desde la Universidad Autónoma de Zacatecas hasta de la propia nueva gobernanza.
En este contexto, la renuncia de Perla Trejo Ortiz como secretaria general electa de la UAZ no solo es comprensible, es inevitable. Su propio testimonio, a favor de Ibarra, la colocó en un sitio éticamente insostenible. Pretender que podía encabezar la Secretaría General después de haber abonado —por convicción o por cercanía— a la narrativa de defensa de un abusador, hubiera sido una afrenta a la comunidad universitaria y a la sociedad entera.
El escándalo que cimbró a la universidad
El 9 de mayo, Rubén Ibarra fue detenido tras la denuncia presentada en su contra por el abuso de una menor. Pasó apenas siete días en prisión preventiva. Un juez, Alfredo Sánchez, reclasificó el delito a uno no grave, lo que permitió la salida del exrector bajo medidas cautelares. Semanas después, su defensa aceptó un procedimiento abreviado que terminó en condena simbólica: cuatro años de prisión en libertad condicional.
El mensaje fue lapidario: la justicia en Zacatecas no es ciega, pero sí tuerta. El hombre con vínculos políticos pudo caminar libremente mientras los colectivos feministas, las académicas y los estudiantes llenaban las aulas de pancartas con un grito que no admite matices: “Las niñas no se tocan. La UAZ encubre violadores”.
Ahí se inserta la figura de Perla Trejo. Docente respetada en algunos círculos, se prestó a testificar a favor de Ibarra, convencida —dice— de que cumplía con un deber ciudadano. Tal vez para ella esa decisión fue un acto de coherencia personal, pero la consecuencia política y social es devastadora: se alineó con quien representaba lo peor de la UAZ, un rector que no solo violentó a una menor, sino que además se mantuvo protegido por el aparato estatal.
Su defensa de que ha sido víctima de linchamiento digital y violencia política de género puede sonar verosímil en abstracto, pero pierde fuerza cuando se le confronta con la realidad: la violencia de género más brutal la sufrió una niña de cinco años, y esa voz no tuvo quien la defendiera dentro de los pasillos universitarios.
La pregunta es simple: ¿qué señal habría mandado la UAZ si permitía que alguien con ese antecedente político y moral asumiera la Secretaría General? La respuesta es obvia: habría ratificado que la universidad está dispuesta a perdonar, justificar o al menos relativizar la violencia contra la infancia.
Ángel Román Gutiérrez, nuevo rector, arranca su administración cargando con la sombra de Ibarra y el descrédito que dejó. Su primera prueba fue clara: definir si mantenía en su equipo a Trejo o si cortaba de tajo una relación insostenible. Optó por lo segundo. Y aunque intentó disfrazar la decisión con tecnicismos y nombramientos interinos, lo cierto es que la universidad no podía iniciar un ciclo nuevo con ese lastre.
No se trata de linchar a Trejo, sino de entender que en política universitaria los símbolos pesan más que los cargos. La Secretaría General no es cualquier silla: es el espacio que garantiza legalidad, procedimientos y legitimidad interna. Colocar ahí a alguien que se posicionó del lado equivocado de la historia habría sido dinamitar, desde dentro, la credibilidad de cualquier protocolo contra la violencia de género que la UAZ apruebe en papel.
El precedente necesario
La renuncia de Trejo no debe verse como una derrota de su trayectoria, sino como una consecuencia lógica de sus actos. Quien pretende representar a la comunidad debe cargar con la responsabilidad de sus decisiones pasadas. Testificar en favor de un agresor sexual no es un hecho menor; es una línea divisoria. Se puede argumentar legalidad, objetividad o imparcialidad, pero la sociedad lee otra cosa: complicidad, indulgencia, normalización.
En una universidad que intenta reconstruir su legitimidad, permitir esa contradicción hubiera sido un suicidio institucional.
La UAZ está herida. Lo saben sus estudiantes que pararon aulas, sus docentes que alzaron la voz y las madres feministas que han recordado que no se puede mirar hacia otro lado. La sombra de Rubén Ibarra seguirá rondando, porque el juicio abreviado y la condena simbólica no borran el hecho: abusó de una niña de cinco años.
Y frente a esa realidad, el mensaje debe ser inequívoco: no habrá lugar para quienes intenten relativizar, justificar o encubrir. La universidad no puede permitirse el lujo de normalizar el abuso. Porque, como dice el refrán, “cría cuervos y te sacarán los ojos”. Y ya bastante ciega ha estado la justicia como para que ahora la universidad decida taparse los suyos.
Sobre la Firma
Periodista especializada en política y seguridad ciudadana.
claudia.valdesdiaz@gmail.com
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