Ciudad de México.- Cuando la verdad se sienta en el banquillo de los acusados, el estruendo no viene del mazo del juez, sino de las declaraciones que intentan sofocar el ruido de los pactos entre sombras. El escenario: una corte federal en Chicago. El protagonista: Ovidio Guzmán López, hijo del Chapo. El ruido: la admisión de culpabilidad en cuatro cargos federales. Y el eco: las palabras punzantes de su abogado, Jeffrey Lichtman, cruzando el Río Bravo como dardos.
“No tiene sentido negociar con un Gobierno que exoneró a Cienfuegos”, dijo Lichtman. Y con esa frase, convirtió la sala judicial en un salón de espejos donde se reflejan las relaciones diplomáticas, la memoria reciente del narcoestado y la fragilidad de una nueva administración mexicana que apenas comienza a dibujar su perfil.
Desde Sinaloa, donde las balas suelen marcar el ritmo del poder, la presidenta Claudia Sheinbaum respondió con frialdad y firmeza. Tildó de “irrespetuosas” las declaraciones de Lichtman, y deslindó a su gobierno de cualquier intento de intermediación en el juicio que Guzmán López enfrenta en Estados Unidos. Más aún, subrayó que su visita al estado no tenía relación alguna con el juicio en curso, a pesar de las coincidencias de calendario.
La jefa del Ejecutivo aprovechó para lanzar una crítica velada pero contundente: cuestionó la coherencia del Gobierno estadounidense por negociar con un criminal al que, en tiempos de Trump, se le consideraba terrorista. Su declaración es más que un deslinde; es una jugada política para reforzar la investidura presidencial frente a insinuaciones de colusión, sin romper por completo con Washington.
Pero el verdadero contragolpe institucional llegó horas más tarde, desde el núcleo duro del aparato judicial mexicano. La Fiscalía General de la República emitió un comunicado de varias páginas que, sin decirlo abiertamente, busca salvar el rostro del Estado. Rechazó con vehemencia lo dicho por Lichtman. Lo llamó “oportunismo mediático”, lo acusó de hablar sin pruebas, de descalificar dolosamente. Y, de paso, le recordó al abogado —y a quien quiera oír— que quien conoce un delito y no lo denuncia, incurre en responsabilidad legal.
Este mensaje, aunque revestido de legalismo, tiene destinatarios múltiples: el gobierno estadounidense, la defensa de Ovidio y, en especial, la opinión pública mexicana, que todavía recuerda cómo el general Cienfuegos fue devuelto en un acto de diplomacia de rodillas para luego ser absuelto sin proceso alguno.
El documento de la FGR no sólo defiende su actuación: construye un relato. En él se recuerda que la captura de Ovidio Guzmán no fue un accidente. Fue un operativo armado, con saldo de diez militares muertos. Se recalca que el proceso judicial avanza con base en las pruebas que México ayudó a obtener. Y se menciona, casi como cierre dramático, que Guzmán aceptó colaborar como testigo protegido y devolver decenas de millones de dólares.
Detrás de cada línea, se esconde una intención: blindar la narrativa de legalidad que Sheinbaum quiere cimentar como emblema de su administración. Pero también, protegerse del efecto rebote que la colaboración de un capo puede provocar. Porque si Guzmán decide hablar más de la cuenta —y de más de uno— el alud no lo frenará ni el patriotismo más retórico.
El problema, como en todo juicio político encubierto por formalidades judiciales, no es sólo lo que se dice. Es lo que se calla. La extradición de Ovidio fue una concesión del Gobierno mexicano, pero también una estrategia de supervivencia. Hoy, con el capo declarándose culpable y aceptando colaborar, la pregunta no es si caerán más líderes narcos. Es si la estructura institucional de México resistirá el temblor que vendrá cuando se conozca a quiénes protegía, quiénes lo protegían… y por cuánto.
La presidenta quiere cerrar el capítulo rápido. “Es un asunto judicial”, dice. Pero el narco nunca se ha contentado con los márgenes del expediente. Opera en las grietas del poder, en las filtraciones, en las declaraciones que parecen absurdas… hasta que dejan de serlo. Y mientras en Chicago un abogado se permite calificar a todo un país de poco confiable, aquí la respuesta institucional ha sido medir las palabras, calibrar los silencios, y maquillar la herida con retórica.
Pero la sangre ya manchó la toga. Y el juicio que importa, no es el de Guzmán. Es el que aún falta por empezar: el de la verdad sobre quién gobierna a quién en este largo corredor de la impunidad que une a la sierra de Sinaloa con los escritorios de Washington.
LNY/Redacción