miércoles, junio 18, 2025
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El Dedo en la Llaga | Llegamos tarde… otra vez

RAFAEL CANDELAS SALINAS

Podemos afirmar que el bien más preciado de un presidente de cualquier nación es el tiempo. Por tanto, es lógico y necesario que cuenten con los medios adecuados para optimizarlo. Un avión presidencial no es un lujo ni un capricho. Es una herramienta de trabajo, de seguridad y de eficiencia. Volar en un avión privado les permite continuar con su actividad, disminuir la posibilidad de contratiempos, mantenerse conectados con sus equipos, revisar informes confidenciales, preparar discursos, sostener llamadas o, simplemente, descansar durante un trayecto largo para llegar frescos y lúcidos a una cumbre o una negociación clave.

Es algo normal, por eso lo tienen los mandatarios del mundo, como quedó demostrado estos días en la cumbre del G‑7 a la cual llegaron los jefes de Estado en sus aeronaves oficiales, directos al punto de encuentro, sin escalas innecesarias, sin contratiempos logísticos, sin poner en riesgo su seguridad o su agenda. Lo hacen no solo en vuelos internacionales, también en los recorridos dentro de sus propios países, donde el tiempo vale igual o más, sobre todo en naciones con grandes extensiones territoriales como México.

Pero aquí, como siempre, decidimos ser diferentes. Durante el sexenio de Enrique Peña Nieto, se adquirió un avión presidencial moderno, cómodo y funcional. Lo lógico habría sido que sirviera como plataforma de trabajo para los siguientes presidentes, pero llegó Andrés Manuel López Obrador, el rey de la austeridad republicana que decidió vivir en un palacio, el presidente más preocupado por las apariencias que por la eficiencia que convirtió el avión presidencial en el mayor símbolo de sus fobias neoliberales. Lo usó como bandera de su populismo y su supuesta austeridad.

Dijo que no se subiría a ese “lujo faraónico” porque “no lo tiene ni Obama”, que lo vendería, que lo rifaría. Y el pueblo bueno y sabio le creyó, le aplaudió, compraron boletos para una rifa que nunca existió, fueron engañados, timados. Nunca supimos cuántos boletos se imprimieron, ni cuántos se vendieron, ni cuánto se recaudó, ni qué se hizo con ese dinero. Los fondos obtenidos por esa estafa nunca fueron transparentados; como tantas otras cosas, el tema se desvaneció en la opacidad. ¡Les dieron el avión!

El avión, mientras tanto, estuvo estacionado durante años, improductivo, consumiendo millones de pesos en mantenimiento. Al final, se vendió a un país extranjero por un precio menor al de su compra. ¿Se recuperó algo? Tal vez. Pero el costo político, diplomático y logístico de haber prescindido del avión presidencial fue mucho mayor. Todo por un capricho, por dar “el ejemplo”, por esa supuesta humildad de quien viajaba en un Tsuru y decía que en su bolsa nunca traía más de doscientos pesos y un “detente” que lo protegería hasta del Covid.

Y ahora, el populismo aéreo se repite, pero con menos gracia. Claudia Sheinbaum decidió asistir a la reunión del G‑7 en Canadá volando en una aerolínea comercial. Un gesto que puede parecer modesto, pero que en la práctica resultó poco productivo. Luego de un par de horas de espera en el aeropuerto, salió de la Ciudad de México en un vuelo que duró nueve horas hasta Calgary, ahí tuvo un breve descanso, una reunión con empresarios, pernoctó ahí, y al día siguiente, finalmente llegó a Kananaskis, sede de la cumbre del G-7.

Pero para entonces, la cumbre ya había empezado y concluido, la cena de mandatarios se había efectuado, y el presidente Trump ya había anunciado su regreso urgente a Washington para atender la crisis en Medio Oriente, cancelando las reuniones bilaterales previstas con mandatarios de cinco países: Australia, México, Corea del Sur, India y Ucrania.

Si bien es cierto que la decisión de Trump para acelerar su salida se debió exclusivamente a la emergencia en Oriente Medio y no al retraso de Sheinbaum, también es evidente que de haber viajado en un avión privado -como el que tienen todos los jefes de Estado- hubiera llegado con tiempo suficiente para, al menos, intentar un saludo o intercambio informal con su contraparte estadounidense. A veces, esos minutos valen más que mil discursos.

Y el momento no era menor. La crisis migratoria en Estados Unidos atraviesa un punto crítico, las redadas, las deportaciones exprés, la cancelación de visas sin explicación, la persecución contra migrantes mexicanos -muchos de ellos detenidos por su simple apariencia o por ejercer su libertad de expresión- hacen de esta etapa una de las más delicadas en la historia reciente. Para miles de connacionales que han sido deportados, para sus familias, para quienes viven con miedo en Estados Unidos, un breve encuentro entre su presidenta y su verdugo habría sido al menos un gesto, una señal, una esperanza de que algo podría empezar a cambiar.

El objetivo principal del viaje no se logró, esa imagen, esas palabras, ese encuentro, ese gesto frente a Trump, un apretón de manos, una fotografía, una frase para romper el hielo en tiempos de tensiones migratorias, comerciales y diplomáticas. Nada de eso ocurrió. Sí, hubo otras reuniones importantes. Pero no neguemos que la cereza del pastel, el primer cara a cara con el hombre que hoy encabeza la política exterior más hostil hacia los migrantes… se esfumò. Por una escala, por una pernocta, por no tener avión. Será en otra ocasión. Ojalá, la próxima vez, no se retrase el vuelo.

Nos leemos el próximo miércoles con más del “Dedo en la Llaga”

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