RAFAEL CANDELAS SALINAS
Hay marchas que duran unas horas y hay movimientos que pueden durar toda una generación. Lo que estamos viendo hoy en México parece que puede convertirse en lo segundo. La generación Z —esa que el poder creyó apática, indiferente y absorbida por las pantallas— decidió tomar la calle. Y lo hizo no porque un líder los convocara, sino porque los agravios acumulados ya no cabían en silencio.
Se equivocan quienes quieren reducir esta movilización a un capricho juvenil, a un berrinche ideológico o a una conspiración de la derecha. Como en impresentable Noroña que dice que el movimiento “carece de representatividad”. O la presidenta Claudia Sheinbaum que asegura que está impulsado por “poderosos grupos económicos”. O el vocero de Morena, Arturo Ávila, que en respuesta propone callar a los sacerdotes como si estuviéramos en tiempos de la inquisición. Todos ellos, con esa soberbia tan instalada en la élite de la 4T, creen que pueden descalificar lo que no entienden.
Pero la realidad se les escurre entre los dedos, no están frente a un grupo manipulado, sino frente a una generación harta, cansada, que además se informa y comunica más allá de los medios de comunicación tradicionales, lo hacen a través de sus redes sociales a las que los políticos tradicionales tienen poco acceso. Es una generación que ya no se siente representada por quienes, desde el poder, llevan siete años administrando las culpas al pasado y los pretextos al presente.
Porque claro, la gota que derramó el vaso fue el asesinato de Carlos Manzo, alcalde de Uruapan, asesinado en pleno festival y después de haber suplicado -infructuosamente- protección al gobierno federal. Pero ese vaso ya venía lleno de piedritas desde hace tiempo.
Durante el sexenio de López Obrador se registraron casi 200 mil asesinatos, la cifra más violenta en la historia moderna del país. Y con Claudia Sheinbaum, tan solo en sus primeros once meses de gobierno, se documentaron más de 13 mil personas desaparecidas. Nunca habían desaparecido tantas personas en tan poco tiempo.
A eso súmele el horror de Teuchitlán, Jalisco: hornos clandestinos, restos calcinados, huellas de tortura, zapatos, objetos personales, un centro de exterminio operado a la vista de todos. Súmele también el enriquecimiento del clan de Andy y sus amigos, mientras el discurso de la austeridad se cae por sí solo. Súmele el caso de Cuauhtémoc Blanco, acusado de intento de violación a su media hermana y defendido por diputadas de Morena al grito de “¡No estás solo!” en un espectáculo grotesco de impunidad partidista.
Ahí están también los escándalos conocidos por todos: el huachicol fiscal, la barredora, los alcaldes asesinados, los estados tomados por el crimen, las carreteras bloqueadas, las comunidades sitiadas, el campo abandonado, la falta de medicamentos, la infraestructura carretera destrozada, los aeropuertos colapsados, la juventud ignorada, los ciudadanos dejados a su suerte. Todo ello, a la vista de una generación que no le cree ya ni al discurso ni al decorado.
Y si de responsabilidades hablamos, uno de los problemas más graves del país es la inacción deliberada de Claudia Sheinbaum frente a gobernadores ineficaces, rebasados y con señalamientos de vínculos con la delincuencia organizada. Ahí están -solo por mencionar a un par- los casos de Rubén Rocha Moya en Sinaloa y de Alfredo Ramírez Bedolla en Michoacán, ambos intocados, ambos protegidos, ambos navegando con impunidad política por una sola razón: la bendición de Andrés Manuel López Obrador que ordenó no tocarlos para no “afectar la imagen de la cuarta transformación”. Esa protección es tan evidente que hoy, uno de los objetivos del movimiento de la Generación Z y de la marcha del 15 de noviembre es precisamente la salida de Ramírez Bedolla, un gobernador cuya incapacidad ya se convirtió en riesgo para la vida de sus gobernados.
Queda claro, entonces, que para López Obrador y su sucesora es más importante cuidar el prestigio del régimen que alcanzar la paz. La narrativa antes que la seguridad; la imagen antes que la vida. Una élite que no entiende a los jóvenes. Porque si algo ha demostrado el gobierno, es que no entiende —ni quiere entender— a la generación Z.
Claudia Sheinbaum cree que puede conectar con los jóvenes regalando su boleto para el Mundial. Como si a esta generación —que vive en un país donde desaparecen entre 50 y 70 personas al día, donde los alcaldes son asesinados y donde el crimen controla regiones enteras— se le pudiera comprar la conciencia con un boleto de futbol.
La desconexión es absoluta. Y peligrosa. Porque mientras desde el poder se mofan, minimizan o descalifican -como lo hicieron con Manzo- los jóvenes están ocupando el lugar que le corresponde a la ciudadanía cuando el Estado falla: la calle.
Creo sinceramente que este movimiento puede crecer y ser la semilla que detenga el deterioro de nuestro país. Creo también que en el gobierno lo saben y empiezan a reaccionar, no para cambiar y mejorar las cosas, sino para contrarrestar política y electoralmente lo que se avecina. Porque si este movimiento no les preocupara, Morena no estaría buscando adelantar la revocación de mandato para meter a la presidenta en la boleta del 2027.
Si no les inquietara, no estarían preparando el regreso de Andrés Manuel López Obrador a campaña bajo el pretexto de presentar su libro.
Un movimiento sin fuerza no obliga al poder a mover calendarios electorales, ni a resucitar a su mesías del autoexilio. Pero lo están haciendo. Y eso solo significa una cosa: lo que está pasando no es menor.
Por ello no hay que perder de vista que esta marcha también funcionará como un termómetro político. El oficialismo estará obligado a medir su impacto con lupa. No solo para calcular el tamaño real del descontento ciudadano, sino para decidir si se anima —o no— a modificar la fecha de la revocación de mandato. Porque si la generación Z logra llenar las calles, el costo político de adelantar ese proceso podría volverse inmanejable hasta para un gobierno acostumbrado a manipular calendarios, institutos y tribunales electorales a conveniencia.
El llamado a una megamarcha el 15 de noviembre no es una convocatoria partidista, es una invitación generacional. Es el reclamo de quienes ya no se sienten representados por un poder que dejó de escuchar. Es la oportunidad de una ciudadanía joven —y no tan joven— de recuperar la voz que el Tribunal Electoral nos arrebató a todos cuando regaló la mayoría absoluta a Morena. Es también el recordatorio de que la democracia no se delega, se defiende.
Y si algo demuestra esta generación es que está lista para hacerlo.
Sin miedo.
Sin permiso.
Y sin pedirle al gobierno que entienda lo que ya no quiere entender.
Nos leemos el próximo miércoles con más del Dedo en la Llaga.
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Jurista, exlegislador y columnista sin concesiones.
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