AURELIO GAITÁN
No fue un ladrillo: fue una sentencia dictada por la indiferencia. El sábado 16 de agosto, en pleno Mercado Poniente de Fresnillo, un hombre decidió acabar con la vida de Manchas, una perrita pequeña que había sobrevivido a lo indecible. Venía de heridas de ácido, había encontrado refugio entre comerciantes que la alimentaban y cuidaban, hasta que la furia irracional de un visitante le arrebató lo poco que le quedaba: la oportunidad de vivir en paz.
Las cámaras de seguridad no dejan lugar a dudas. El individuo, cargando en brazos a una niña, salió del mercado, buscó un pedazo de block y lo arrojó con tal violencia que la golpeó en el rostro, matándola al instante. Todo por un ladrido. Todo por la soberbia de sentirse dueño de la vida de otro ser vivo.
La indignación no tardó. Vecinos, locatarios y asociaciones protectoras encendieron veladoras frente al mercado. Con cartulinas exigieron lo que parece obvio: justicia. La Fiscalía abrió una carpeta de investigación y la Policía de Investigación busca al agresor. El alcalde Javier Torres Rodríguez se pronunció públicamente, asegurando que dará seguimiento al caso. Las redes se llenaron de rabia, y la sociedad fresnillense volvió a reconocerse en un espejo doloroso: aquí matar es fácil, y la impunidad es rutina.
Lo que ocurrió con Manchas no es un hecho aislado ni menor. El maltrato animal es también un síntoma del deterioro social. Quien se siente con derecho a matar a una perrita por un ladrido, mañana se sentirá con derecho a violentar a una mujer, a golpear a un niño, a disparar contra un vecino. La crueldad no nace de un vacío: se alimenta de la normalización de la violencia que en Zacatecas lo contamina todo.
Las cifras lo demuestran. Según datos del Inegi, el 70% de los hogares en México tiene al menos una mascota, pero menos del 30% de los municipios del país cuenta con políticas efectivas contra el maltrato animal. En Zacatecas, los reglamentos son letra muerta, y las sanciones, casi inexistentes.
Manchas no fue solo un perro callejero. Fue parte de una comunidad que la acogió, un símbolo de resistencia frente al abandono. Su asesinato exhibe la crudeza de un país donde incluso los seres más indefensos deben “merecer” vivir.
Si no somos capaces de indignarnos y actuar por una perrita, ¿cómo podremos exigir justicia para nosotros mismos?
Abejas en riesgo, humanidad en deuda
En Luis Moya se convoca a los apicultores para combatir la varroasis, ese parásito silencioso que devora colmenas y amenaza la polinización. La cita es técnica, burocrática si se quiere: entregar un tratamiento, tomar muestras, medir porcentajes de infestación. Pero detrás de ese lenguaje frío late una urgencia mayor: sin abejas, no hay vida.
La varroa no distingue entre apicultores pequeños o grandes. Avanza con la misma crueldad que la violencia en Zacatecas, socavando territorios, despojando de futuro. La diferencia es que aquí sí se intenta una respuesta organizada: instituciones, asociaciones y productores dispuestos a unir fuerzas.
Las cifras son contundentes. Según la FAO, más del 75% de los cultivos alimentarios dependen de la polinización. Y la varroa es hoy la principal causa de mortalidad en colmenas del mundo. Cada abeja perdida no es solo miel que falta, sino frijol, manzana, maíz o chile que deja de germinar. Es hambre, disfrazada de entomología.
En Zacatecas, donde el campo agoniza por el abandono, sostener a las abejas es también sostener nuestra propia soberanía alimentaria. Por eso la convocatoria en Luis Moya debería ser replicada en los 58 municipios, como política de Estado, no solo como un taller aislado.
Las abejas trabajan en silencio, sin exigir aplausos ni subsidios. Su fragilidad es un espejo: muestran cuánto dependemos de lo pequeño, de lo invisible, de lo que damos por hecho. Quizá cuidarlas sea también un modo de recordarnos que todavía hay esperanza en este territorio herido.
Porque mientras las abejas sigan vivas, aún habrá flores que resistirán al invierno.
Turismo con raíces en Valparaíso
En Valparaíso, el turismo no se construye con promesas huecas ni postales retocadas. La presidenta municipal, Lupita Ortiz, ha decidido apostar por un modelo que nace de la tierra, de la memoria y de la gente.
Esta semana, un grupo de visitantes de Ciudad de México recorrió el municipio y comprobó que aquí la riqueza no se mide solo en paisajes, sino en historias. Comenzaron en las Tumbas de Tiro de La Florida, vestigios arqueológicos que hablan de un pasado profundo y poco conocido. Continuaron en la ex Hacienda del Astillero, donde la comunidad local sirvió platillos tradicionales, demostrando que el turismo también alimenta economías, no solo cámaras fotográficas.
El cierre fue en los balnearios naturales: agua clara, aire limpio y una calma que se ha vuelto un lujo en otros destinos saturados.
En tiempos donde muchos municipios venden su identidad por un paquete turístico de fin de semana, Valparaíso apuesta por mostrar lo que es, sin disfraces. No se trata de atraer multitudes a cualquier costo, sino de recibir a quienes valoran lo auténtico. Ese es el turismo que deja huella: el que enriquece sin despojar.
Sobre la Firma
Columnista especialista en municipios, justicia y poder.
aureliogaitan58@gmail.com
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