JOSÉ MANUEL RUEDA SMITHERS
Cuando la política encontró que la culpa es de los periodistas. Una declaración superficial de lo que deberían ser argumentos sólidos
genera una guerra entre políticos y sus redes, contra información y análisis. Todos pierden.
Hoy, en distintos rincones del planeta, los gobernantes parecen haber llegado por fin a una verdad universal, más eficiente que cualquier plan económico o reforma judicial: todo lo malo es culpa de los medios de comunicación. Trump lo hizo en Estados Unidos con una espontaneidad casi infantil; Claudia Sheinbaum lo practica con mesura doctoral; Javier Milei en Argentina lo hace con furia de rockstar libertaria. Y así, uno tras otro, los políticos han encontrado la receta del éxito: si algo sale mal, acúsese al periodismo. ¿Quién necesita políticas públicas cuando puede tener un enemigo claro y listo para culpar?
Lo divertido es que esta receta no entiende de ideologías. Sirve igual para la izquierda que para la derecha, para los que proclaman salvar a los pobres como para los que prometen liberar los mercados: todos coinciden en que cuestionar al gobierno es sospechoso, casi delictivo, y que los periodistas no critican, sino “mienten”, “manipulan”, “responden a intereses”. ¡Qué sorpresa! Resulta que los intereses solo son válidos si los tiene el poder, nunca el que lo vigila.
El público, por supuesto, aplaude. Nada genera tantas ovaciones como ver a un gobernante enfrentándose a esos villanos que escriben, preguntan, graban y publican cosas incómodas. Qué conveniente: si la gasolina sube, si faltan medicinas, si hay corrupción, si la seguridad se cae a pedazos… la culpa no es del gobierno, sino del periodista que insiste en contarlo. ¡Qué irresponsabilidad! ¡Qué ganas de desestabilizar!
Silueta de un hombre sosteniendo un periódico en un entorno urbano devastado, con edificios en ruinas y un puente al fondo, simbolizando la tensión entre los medios y la política.
Ahora bien, sería ingenuo pensar que la prensa es inocente en esta trama. Por años, muchos medios vivieron entre autosuficiencia moral, errores no corregidos, alianzas opacas y un tonito de “nosotros sí sabemos”. Cuando los periodistas se sorprendieron por el odio del público hacia ellos, fue como ver a un aristócrata enterarse de que el pueblo no lo ama. Durante décadas, los medios pensaron que la credibilidad era un derecho adquirido, no algo que debía renovarse diariamente.
Y por eso, esta pelea es perfecta: un gobierno que no quiere ser vigilado y un periodismo que tardó demasiado en mirarse al espejo. Como dos adolescentes discutiendo quién empezó el pleito, sin darse cuenta de que el salón entero los está ignorando.
La prensa, indignada, exige respeto institucional. Tiene razón. Pero olvidó algo simple: el respeto no se exige al poder, se gana con la audiencia. Hoy, recuperar la confianza de la gente vale más que obtener entrevistas “exclusivas” con funcionarios que no dicen nada o boletines disfrazados de información.
Si los medios quieren sobrevivir a esta temporada de cacería, quizá deberían probar algo radical: ser transparentes. Admitir que dependen de publicidad, que tienen líneas editoriales, que cometen errores. No pasa nada; de hecho, sería liberador. Así, cuando un político los acuse de tener intereses, podría responderse con naturalidad: “Sí, como usted; la diferencia es que yo los publico”.
También ayudaría cambiar la indignación por evidencia. Cada vez que la prensa grita, el poder sonríe: nada alimenta tanto el populismo como un periodista furioso. Mostrar, documentar y explicar es mucho más letal que el drama.
Porque al final, lo verdaderamente subversivo no es pelear con el gobierno, sino ganarse a la sociedad. Un público bien informado no necesita que nadie lo proteja; protege solo. Y ahí sí, ningún presidente, gobernador o aspirante a prócer podrá romper la prensa como si fuera un juguete incómodo.
Lo dijo Albert Camus, con elegante precisión: “Una prensa libre puede ser buena o mala, pero sin libertad, la prensa nunca será otra cosa que mala.” Hoy, la libertad empieza por recuperar a la audiencia. Sin ella, ningún papel —ni la Constitución— puede salvar a los periodistas de los gobernantes que necesitan enemigos para gobernar.
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Columnista crítico, académico, servidor y periodista.
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