JOSÉ MANUEL RUEDA SMITHERS
La Cultura Impar tuvo la oportunidad de platicar con dos amigos de esos que siempre enseñan algo, que cuando termina el momento, se queda uno con el gusto por aprender de ellos. Pero esta vez, además quedó la sensación amarga de esa realidad que hizo brincar las letras para decir que aún es tiempo para mejorar.
El tema es simple -sin importar la región geográfica- la incultura y las pocas ganas de salir adelante se van apoderando de todo, para bien de pocos.
Entre las conversaciones de sobremesa, en los pasillos del trabajo o en las aulas vacías de entusiasmo, se repite la misma queja: “Ya no les gusta el esfuerzo. No leen. No quieren trabajar. No les interesa mejorar.” Es hablar de generaciones con un dejo de decepción, como si se tratara de una especie extraviada, sin brújula ni hambre de futuro.
Pero lo que muchos interpretan como apatía o flojera no siempre es sólo eso. Es en una forma sutil -y profundamente efectiva- domesticación.
En vez de crear ciudadanos críticos, se promueve que con el mínimo esfuerzo basta; lo cómodo, lo inmediato y lo superficial ocupan el lugar que antes tenía el deseo de superarse. Y esa comodidad forzada, ese conformismo inducido, tiene beneficiarios.
Vivimos en tiempos en que leer está mal visto. El que reflexiona es considerado conflictivo; el que cuestiona, un rebelde innecesario. Desde la educación básica hasta las redes sociales, el mensaje es claro: haz lo justo, pero no te esfuerces de más; entretente, pero no pienses mucho; repite, pero no preguntes. Y así, entre algoritmos que premian lo banal y sistemas escolares que castigan la curiosidad, vamos formando generaciones amaestradas, no educadas.
Sí, amaestradas. Porque no se trata sólo de una supuesta “pérdida de valores” o “falta de carácter”. Lo que ocurre obedece a una estrategia eficaz para que las mayorías vivan sin exigir, sin aspirar, sin cuestionar. A los poderosos -gobiernos incluidos- les viene bien una población entretenida y resignada. Resulta funcional que las personas prefieran una pantalla a una lectura, una queja en redes a una acción colectiva, una gratificación rápida a un proceso de formación o trabajo.
La cultura del menor esfuerzo no nació de la nada. Se cultivó. Y aunque es fácil señalar a los jóvenes como perezosos o desinteresados, habría que mirar hacia arriba y alrededor. ¿Qué modelos tienen? ¿Qué recompensas sociales ofrece hoy el estudio riguroso, el trabajo honesto o la creatividad profunda? En muchos casos, ninguna. Gana más el influencer que el investigador; tiene más reconocimiento el que exhibe que el que construye.
Mientras tanto, los mayores -que crecieron esforzándose- miran con desconcierto cómo sus nietos no encuentran propósito, cómo sus hijos se resignan a trabajos que no exigen pensar ni mejorar. Y preguntan ¿en qué momento se torció el camino?
Quizá no se torció: lo torcieron.
El resultado es una sociedad fragmentada entre quienes aún creen en el esfuerzo como camino, y quienes ya no ven sentido en intentarlo. Entre quienes vivieron con la certeza de que todo se logra con sacrificio, y quienes crecieron con la idea de que todo se obtiene sin esfuerzo… o no se obtiene nunca.
Lo más grave no es la flojera, sino la renuncia al deseo. A ese deseo de superarse, de aportar, de descubrir, de transformar. Sin eso, no hay cultura viva. Sólo queda el entretenimiento hueco, la obediencia sin preguntas, la vida sin impulso. Y eso, para algunos, es perfecto.
Porque un pueblo sin esfuerzo es un pueblo sin resistencia.
Y un pueblo sin resistencia… es fácil de dominar.
Aún se puede aprender que leer vale la pena. Sirve para fabricar Jefes, no servidores.