CLAUDIA G. VALDÉS DÍAZ
En Juan Aldama, un municipio que siempre vivió entre la aspereza del campo y la frágil esperanza de sus calles polvosas, la política dejó de ser un puente para convertirse en un arma. No estalló de pronto: se fue pudriendo en silencio, como las vigas de una casa abandonada.
Hoy, sus habitantes observan cómo la autoridad se desploma mientras el Estado mira hacia otro lado, seducido por el canto de sirena del próximo reparto electoral. La crisis es profunda. No es un pleito doméstico entre funcionarios: es un síntoma alarmante de la ingobernabilidad que atraviesa Zacatecas.
El cabildo —ocho regidores y el síndico, Genaro Valles Arredondo, una mayoría plural que debería ser brújula institucional— acusa a la presidenta municipal, Griselda Romero Zúñiga, de gobernar como si el ayuntamiento fuera una finca privada.
“Actuar unilateral”, lo llaman ellos. “Trabajo obstaculizado”, responde ella.
En el fondo, las palabras son lo de menos: el municipio lleva meses sin sesiones ordinarias, violando la ley y dejando al poder colegiado reducido a un fantasma administrativo.
El exsecretario de Gobierno, Jesús Casio Pérez, destituido en un procedimiento que él llama arbitrario, fue más lejos: habló de “dictadura”. En un país donde esa palabra pesa, su declaración refleja el ambiente que se respira dentro del edificio municipal: decisiones tomadas a puerta cerrada, documentos que circulan sólo entre fieles, órdenes sin respaldo jurídico y un gabinete que se recompone a golpe de obediencia.
Pero lo más grave no es el estilo autoritario. Lo que desangra a Juan Aldama es la madeja de acusaciones de corrupción que, según los denunciantes, alcanza a la familia de la presidenta: sobrina, hermana y esposo de la sobrina en la nómina municipal; facturas a parientes de funcionarios que suman más de 650 mil pesos; transferencias irregulares de cuentas públicas hacia cuentas personales; y una tesorera, Norma Alicia Gómez Galindo, señalada de disponer del dinero público sin acuerdo de cabildo.
Nada de esto es nuevo en Zacatecas. Lo nuevo es la forma: la violencia como herramienta de gobierno. Retención de dietas, presiones, amenazas. Una regidora denunció que intentaron doblegarla con la advertencia de encarcelar a su madre. Así gobierna quien no sabe gobernar: desde el miedo.
Frente a esta tormenta, la alcaldesa respondió con una estrategia familiar en tiempos de polarización: denunciar violencia política de género en su contra. Lo hizo ante el IEEZ y obtuvo medidas cautelares. Es su derecho. Pero también es su obligación demostrar que ese recurso no se usa como escudo frente a acusaciones legítimas.
En México, donde la violencia política contra las mujeres es real y devastadora, banalizarla es otra forma de agresión.
La confrontación escaló cuando los aliados de la presidenta contrademandaron al síndico y a los regidores, acusándolos de nepotismo heredado de administraciones previas.
En Juan Aldama, todos parecen tener algo qué esconder. Nadie sale ileso en esta guerra de recriminaciones cruzadas, tejida por años de malas prácticas que ningún partido se tomó la molestia de corregir.
Sin embargo, el nudo que termina por estrangular al municipio viene desde arriba. El Poder Ejecutivo estatal, en vez de arbitrar, decidió tomar partido.
El todavía inquilino de La Casa de los Perros visitó una comunidad para incitar a la ciudadanía a reclamar a los regidores por no aprobar el programa de despensas. También respaldó explícitamente a la presidenta, insinuando que la oposición podría estar ejerciendo violencia de género. No es mediación: es fuego añadido a un campo seco.
El pleito de fondo lo explica todo: la presidenta quería endeudar a Juan Aldama por cinco millones de pesos para adquirir despensas. La mayoría del cabildo aceptaba el programa, pero rechazaba el endeudamiento. Preferían usar recursos propios. Esa negativa se convirtió en pecado político.
Y el gobernador, más preocupado por mantener el flujo de apoyos sociales —y por la rentabilidad electoral de esos apoyos—, decidió apuntalar a la alcaldesa. Lo que siguió fue una escalada de hostigamiento que hoy tiene a varios regidores temiendo por su seguridad.
Juan Aldama no es una excepción. Es un espejo. Refleja un Estado que confunde gobernabilidad con sometimiento; que se distrae con la inercia del poder y olvida que las instituciones no son ornamentos, sino anclas. Cuando un municipio se vuelve rehén de intereses facciosos, la población queda atrapada entre la propaganda y el abandono.
La crisis no estalló por un programa de despensas ni por un expediente administrativo. Estalló porque, en Zacatecas, el poder dejó de escuchar. Y cuando el poder deja de escuchar, incluso un pequeño municipio del altiplano puede convertirse en el retrato más nítido de un gobierno que ya no gobierna.
Sobre la Firma
Periodista especializada en política y seguridad ciudadana.
claudia.valdesdiaz@gmail.com
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