NOEMÍ LUNA AYALA
Por instrucciones del presidente Jorge Romero una delegación del Partido Acción Nacional (PAN) estamos ahora en Washington, D.C. para acudir a la sede de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Estamos aquí porque México pertenece a este organismo y aceptó cumplir sus reglas sin reservas.
Antes que nada, debo destacar que el Artículo 1 de nuestra Carta Magna establece que los tratados internacionales en materia de derechos humanos tienen la misma fuerza jurídica que la Constitución.
En ese entendido, quiero comentar que acudir a la CIDH no es someter a México a ninguna tutela extranjera: es ejercer un derecho que el propio Estado mexicano decidió integrar a su arquitectura jurídica. La soberanía no se erosiona con la transparencia; se fortalece con ella.
La comitiva panista que hoy acudimos a la CIDH porque el Estado mexicano ha sido omiso en algo elemental: investigar a los verdaderos responsables de la violencia del 15N.
El Bloque Negro —ese grupo coordinado, entrenado y funcional al caos— no actuó como una expresión espontánea, lo hizo con precisión, herramientas, tácticas y rutas predefinidas. Y, sin embargo, sus integrantes nunca figuran entre los detenidos. La impunidad con la que operan no es casual; es un síntoma de un Estado que mira hacia otro lado cuando le conviene.
Mientras tanto, el régimen morenista señala, procesa y expone públicamente a jóvenes pacíficos que marcharon con esperanza, no con marros. Jóvenes que fueron encapsulados, golpeados o perseguidos mientras los operadores reales de la violencia desaparecen sin dejar rastro… ni interés por parte de la autoridad.
La ecuación es preocupante:
Quienes provocaron el caos están libres; quienes auténticamente protestaron están enfrentando a la maquinaria penal.
Cuando la inconformidad comienza a tratarse como delito y la protesta como una amenaza, el Estado de derecho deja de funcionar como un contrapeso democrático y se convierte en un instrumento de control político.
El gobierno afirma que no tolerará la violencia. Pero, tolera —y en ocasiones aprovecha— la violencia selectiva. Esa que le sirve para deslegitimar una marcha, sembrar miedo o inventar culpables útiles.
En México el derecho a disentir se está convirtiendo en un terreno minado, porque levantar la voz puede significar enfrentar un proceso penal antes que un diálogo democrático.
Por eso estamos aquí. Por eso venimos. No por intervención externa, sino por convicción interna. México merece instituciones que investiguen a los violentos, no que los utilicen. La ley debe ser un escudo; no un arma. Y porque las libertades no pueden ser administradas desde el miedo.
La verdadera amenaza para México no está en Washington. Está en la indiferencia ante la injusticia, la omisión deliberada y la normalización de fabricar culpables para evitar responsabilidades.
Acudir a la CIDH no es un acto de confrontación; es una acción de coherencia democrática, que tanto necesita nuestra nación.
Sobre la Firma
Legisladora combativa y constitucionalista firme con liderazgo panista con filo crítico.
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