RAFAEL CANDELAS SALINAS
Hablar de cooperación entre México y Estados Unidos no es novedad. Siempre la ha habido, en mayor o menor medida, y en prácticamente todos los ámbitos de la vida pública. No se trata —como a veces se quiere presentar— de sumisión automática, sino de una realidad histórica y geopolítica, compartimos frontera, intereses económicos y problemas comunes además de una gran cantidad de personas, se estima que alrededor de 40 millones de personas de origen mexicano viven en Estados Unidos (12.7 millones que nacieron aquí y han emigrado, 14 millones que ya nacieron en E.E.U.U. pero hijos de padre o madre mexicana y 13.9 millones que ya nacieron allá al igual que sus padres pero que se consideran mexicanos) y cerca de 1.6 millones de ciudadanos norteamericanos que viven en nuestro país.
Cuando se habla de seguridad e investigación, solemos pensar en la DEA, el FBI o el Homeland Security Investigations (HSI). Sin embargo, el panorama es mucho más amplio, son decenas de agencias norteamericanas las que tienen injerencia directa o indirecta en nuestro país. No solo investigan delitos o combaten al narcotráfico; también participan y toman decisiones en áreas tan diversas como la alimentación, las comunicaciones, la propiedad intelectual o el comercio internacional. Así, aunque no lo percibimos, la influencia de Estados Unidos en México se hace evidente, incluso en los temas más cotidianos.
El detalle es que, aunque esta colaboración ha sido constante y de beneficio mutuo, a ningún presidente mexicano le resulta cómodo que sea Washington el que se lleve el crédito. Que un funcionario norteamericano anuncie con bombo y platillo que “México está cooperando como nunca” resulta incómodo para cualquier gobierno en turno. Y más aún, cuando Donald Trump —con su estilo provocador— presume abiertamente que “México hace lo que él dice”.
Frente a ello, la presidenta Claudia Sheinbaum buscó blindarse con solemnidad patriótica, recordando que, como dice el himno nacional, “un soldado en cada hijo te dio”, asegurando que nadie se atrevería a operar en México. Qué bonito, enternecedor, solo le faltó enredarse en la bandera. El problema es que, mientras se declama el himno, las oficinas de la DEA, el FBI y Homeland Security llevan décadas instaladas en la embajada, trabajando codo a codo con nuestras autoridades. El caso de Enrique “Kiki” Camarena es solo un ejemplo de ello.
La Comunidad de Inteligencia de EE. UU. está compuesta por 17 agencias oficialmente reconocidas, pero en el caso específico de México, solo una parte de ellas tiene operaciones activas o cooperación directa. Las demás agencias pueden colaborar de forma indirecta o a través de canales diplomáticos o informativos, pero sin presencia formal operativa en campo.
Lo cierto es que, aunque no se quiera reconocer, en los hechos así es. Las prioridades de seguridad, comercio y migración del vecino del norte han marcado durante décadas la agenda mexicana y se han incrementado primero a raíz de la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y luego del Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC) Negarlo sería ingenuo. Pretender que esa cooperación es un acto de subordinación absoluta también lo es.
La pregunta que deberíamos hacernos no es si colaboramos o no con las agencias estadounidenses —eso es un hecho incontrovertible—, sino si lo hacemos bajo un marco de respeto mutuo y con beneficios claros para México. Porque si de algo no hay duda es que la sombra de Washington siempre estará presente en nuestras decisiones nacionales. La diferencia está en si la aprovechamos para fortalecer al país o si nos limitamos a obedecerla.
Al final, podemos cantar el himno con el pecho inflamado de patriotismo… pero la partitura la sigue marcando la batuta de Washington.
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Jurista, exlegislador y columnista sin concesiones.
rafaelcandelas77@hotmail.com
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