Zacatecas colonial

JAIME ENRÍQUEZ FÉLIX *

La capital de Zacatecas había nacido articulada a sus centros de trabajo, que eran las minas de la Colonia, que durante prácticamente tres siglos, alimentaron a la Madre Patria, para crear sus palacetes y el bienestar de una clase política europea que le dio hegemonía en todo el mundo.  Donde estaban las minas, se asentaba la población, lo que resultaba absolutamente racional. En los tiempos modernos esto ya no es así: ahora la mano de obra está en Ciudad Nezahualcoyotl y los centros de trabajo en Tlalnepantla, por ejemplo. Nada más absurdo.

En la Muy Noble y Leal ciudad de Zacatecas, los gremios se tipificaban según su actividad laboral: zapateros, pintores, artesanos, etc.  Los barrios eran la manera de agrupar a “los iguales”, en función de actividades, pero sobre todo basados en la familiaridad, en las regiones de las que provenían los ancestros, y no tenían divisiones geográficas como los meridianos o los paralelos que los convencionalismos crearon.  Iniciaban donde la gente tenía identidad con sus habitantes e igual terminaban.

Había el Barrio de San Pedro, por la plaza de toros que así se llamaba también; el de Los Caleros, porque allí se fabricaban elementos para la construcción; el de La Pinta, llamado así por alguna razón que se ha escapado en el tiempo; el de Cinco Señores; el de Tres Cruces…

Los barrios se distinguían unos de otros. Tenían sus propias costumbres, sus santos, sus festividades religiosas que, si bien eran estatales, nacionales o internacionales, tenían mayor énfasis en un barrio que en otro.  Hasta su forma de vestir era diferente.

Sus gustos por la comida tenían también matices.  Sus mujeres eran sólo de ellos: ¡cuidado al que osara bailar con alguna de ellas en cualquier evento! Sus deportes, como el rebote o el béisbol –escasos eran entonces el básquetbol y el futbol- Así, Zacatecas crecía como muchas ciudades en una sola, con costumbres de distintos lugares de España o de la Europa toda, por algún minero desperdigado en cualquier barrio de la ciudad, que los “contaminaba” con nuevas tradiciones.

De acuerdo a mis recuerdos, el de Los Caleros era un barrio diurno. Se podía asistir a comprar artículos para la construcción, pero en la noche era imposible entrar y resultaba imposible salir. No hay definición de dónde empezaba, pero, ya desde la Plazuela del Vivac comenzaba a olerse el peligro.  La hoy Plaza Bicentenario era el umbral para entrar a ese barrio. No existían ni el bulevar, ni la escuela Constituyentes, ni la secundaria técnica.  Bordeado por las instalaciones de la Compañía de Luz y Fuerza, atravesaban al barrio las vías del tren, y al adentrarse más en él, recordábamos aquella película de Luís Buñuel, que fuera un escándalo nacional y mundial, “porque ponía en mal a México”: “Los Olvidados”.  Filmada en la parte contigua a la estación de ferrocarriles de la ciudad de México, en lo que hoy es Tlaltelolco. Decía el gobierno mexicano que denigraba a México por exhibir la “pobreza aislada”. Los cines no se llenaron en nuestro país: primero triunfó en Europa y hoy es una joya que hasta la UNESCO ha valorado.  Ver la película de Buñuel es un poco, recordar el Barrio de Los Caleros: jóvenes adultos, y adultos sin zapatos, pisando el lodo para hacer los ladrillos.  Las grandes humaredas provocadas por los hornos encendidos con madera de pirul que no sirve ni pa’ arder, combinada con el caucho de los automóviles de la época, hacían llamar la atención sobre la miseria de esa zona.

Ya los palacios de la avenida Hidalgo existían, desde luego, pero el contraste con casuchas de techo de cartón o de cualquier tipo de desecho, donde vivían hacinados niños y niñas de familias numerosas, era impactante.

Asistir a sus festividades resultaba imposible: sólo eran de ellos.  Asistir a sus fiestas era también difícil: había un rechazo de las mismas jóvenes contra los que “no eran de su clase”, al revés de las ricas con los pobres.

Cerca de sus viviendas había un agujero que parecía un cráter lunar, quizá de unos100 metrosde diámetro, de manera irregular donde, como en una zona intermedia, jugábamos béisbol con bates de madera de cualquier tipo de árbol y pelotas con corazón de hule, trabajadas con hilo de calcetín y cubiertas con cuero, que los señores Borrego, los peleteros, nos regalaban.

Así, el celo de quienes habitaban los barrios era absoluto: ni más ricos ni más pobres podían entrar. Sólo ellos.  Asistían pocos a las escuelas como a la Eduardo G. Pankhurzt, o a la iglesia como Guadalupito con su torre mocha.

El Zacatecas de entonces no tenía desarrollo hacia el Norte.  La belleza estaba cerca de la catedral, que prácticamente era la plaza cívica.

La última revista de Playboy saca como portada a la hija de Andrés García –dato irrelevante para la cultura- pero hay un artículo bellísimo en el interior de ese número, que se llama “No todo lo que brilla es oro” y comparte un dato que es fundamental para quienes nos gustan las historias de los pueblos: para producir un gramo de oro se requiere extraer una tonelada de tierra, y entre el año 2000 y el 2011 se ha obtenido de las entrañas más oro en el mundo, que en los 300 años de la Colonia.  Zacatecas aportó parte del oro colonial, y sigue pagando un tributo infinito, para que este bello metal se use en anillos, en aretes o en colguijes de quienes más tienen, y porque además es un excelente conductor, pero demasiado caro para utilizarse con fines industriales.

Zacatecas es la suma de sus hombres y sus mujeres, de sus barrios, sus iglesias, sus rincones y, sobre todo, la suma de culturas del mundo, que se amalgamaron en estas tierras rojas.

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