martes, noviembre 18, 2025
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Cultura Impar | El peligro de ignorar la crítica en la era digital

JOSÉ MANUEL RUEDA SMITHERS

Cuando el poder ya no quiere escuchar

Gobernantes que confunden aplausos con realidad,
y ciudadanos atrapados en una economía emocional basada en dopamina y métricas.
Todos atrapados en la tecnología.

Hay un fenómeno que se repite, casi como un patrón genético, en los gobiernos estatales y federales de muchos países: la reacción automática de rechazo a lo que dicen los medios.

Pocas veces se detienen a matizar, a verificar o a distinguir entre opinión, crítica o dato. La respuesta suele ser inmediata, y hasta predecible; se tienen otros datos y no importa nada más: “No es cierto”, “Nos atacan”, “Hay intereses detrás”. Lo curioso es que esa estrategia de castigo a medios, diseñada para proteger, termina debilitando.

Más allá de ideologías y discursos, todo gobierno vive de dos fuentes: los resultados y la narrativa de esos resultados. Ambas son importantes, pero la segunda es frágil y se moldea a diario. Cuando un medio exhibe fallas o inconsistencias, los gobernantes sienten que se afecta el relato que intentan construir, y su capacidad de sostener legitimidad. La crítica, incluso la bien intencionada, se vuelve amenaza. Y como toda amenaza, se le responde con desconfianza.

Un hombre de negocios vestido con traje, con brazos extendidos, rodeado de teléfonos móviles flotantes que emiten iconos de emoticonos y corazones, simbolizando la influencia de las redes sociales.

La idea de reconocer errores -esa acción que pareciera tan normal- suele interpretarse dentro del poder como una señal de debilidad. Algunos gobernantes creen que admitir fallas abre espacio para que opositores, críticos o actores internos los “devoren”. Por eso prefieren negar primero, aclarar después y corregir… si acaso.

Pero la ciudadanía actual es más perceptiva de lo que ellos imaginan: sabe distinguir entre un error humano y una soberbia institucional. Lo que se castiga no es fallar, sino fingir que no se falló.

Además, la anatomía del poder contemporáneo es profundamente insegura. Los gobiernos inexpertos, o aquellos sostenidos por una sola fuerza política, desarrollan una especie de hipersensibilidad comunicacional: cualquier observación les parece ataque, cualquier nota de prensa una conspiración, cualquier titular una afrenta personal. De esa inseguridad nace el impulso autorreferencial, la necesidad de tener siempre la razón y la costumbre de ver enemigos donde solo hay periodistas haciendo su trabajo.

Ese encierro defensivo tiene una consecuencia predecible: la huida hacia las redes sociales. Ahí encuentran un espacio a modo, donde la narrativa no se contrasta, donde el aplauso es inmediato, donde los críticos pueden ser silenciados o bloqueados, y donde los algoritmos muestran solo aquello que confirma lo que ya piensan. Las redes ofrecen un espejismo de gobernabilidad: un universo de aprobación sin fricción, sin matices y sin preguntas incómodas.

Pero las redes no son la opinión pública. Pueden complementar el ecosistema, pero nunca sustituirlo. Son, en el mejor de los casos (dicen los expertos) un fragmento ruidoso de opinión. Confundir burbuja con consenso es uno de los errores más frecuentes del poder contemporáneo. Cuando un gobierno se refugia ahí para evitar el escrutinio de los medios, lo que pierde no es seriedad -esa palabra tan desgastada- sino realidad. Gobernar a partir de likes es tan imprudente como pilotear un avión siguiendo solo los aplausos de los pasajeros.

Ah, pero la salida está a la vista. Reconocer fallas, explicar decisiones, aceptar críticas razonables y corregir el rumbo cuando sea necesario no debilita a un gobierno: lo legitima. Lo vuelve más humano, más creíble y más eficaz. Un poder que se equivoca y ajusta es mucho más sólido que uno que presume infalibilidad.

Los medios no son perfectos, pero cumplen una función indispensable: contrastar, preguntar, incomodar. Negarlos no elimina los problemas; oscurece el camino para resolverlos. Quizá por eso, de vez en cuando, convendría que los gobiernos bajaran el volumen de sus redes y subieran el de la realidad.

El verdadero desgaste no viene de la crítica, sino de no querer escucharla.

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Columnista crítico, académico, servidor y periodista.
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