La crisis y la creatividad zacatecana

JAIME ENRÍQUEZ FÉLIX

Cuando los abuelos hablaban de las épocas difíciles de sus vidas, por sobrevivir en la pobreza de aquellos años, había dos referencias:

La Revolución –cuando la hacienda dejó de producir, que como entidad económica era ejemplar, más no como empresa explotadora del humano: el derecho de pernada, la tienda de raya, la transferencia de la deuda de padres a hijos, la confesión transferida al patrón por parte de los religiosos como una denuncia que era severamente castigada-. Los revolucionarios comían cuando podían de manera adecuada, pues atacaban haciendas y poblaciones, presionando a los ricos para que otorgaran beneficios a los levantados, sin embargo, la población general, que no participaba en la contienda, vivió años de absoluta austeridad y pobreza.

Otra referencia fue “El Año del Hambre”.  No hay datos concretos, pero pudo haber sido en 1916.  Recuerdo que mi abuelo Juan señalaba que fue cuando se fueron a Chicago mi padre y mis dos tíos junto con los abuelos.  Hay un dato que el profesor Salvador Bañuelos, nacido en Monte Escobedo refería:  un ganadero de reses bravas, que, atravesando serranías, montañas y valles para proteger a su toro semental, fue trasladado por él mismo hasta la Ciudad de México, a una casa ubicada en San Ángel Inn donde fue alimentado como si fuera un animal doméstico, para preservarlo de la furia del hambre de los zacatecanos de aquellas épocas.

Recuerdo muchas crisis familiares, algunas de ellas resueltas con la emigración de mi padre a los Estados Unidos, a la población de Oakland, California.  Dificultades financieras eran igual a pérdidas temporales del jefe de la casa por periodos de seis, ocho meses o un año inclusive.  Vivíamos a través de los giros telegráficos enviados por don Juan, o los giros bancarios que mediante del Banco Mercantil de don Manuel Sescosse, eran cambiados a pesos mexicanos siguiendo procedimientos muy tortuosos.  Debió haber sido la paridad de 12.50 pesos por un dólar.

Pero hubo otras crisis que la familia enfrentó sin salir de Zacatecas.  En una de esas ocasiones, mi padre se aventuró a fabricar vino generoso: jerez, vino blanco, tinto y algo parecido a los vinos del Duero de la marca Ferreiras, oscuro.  Para ello, había que comprar etiquetas en Aguascalientes, marbetes, cascos, corchos, un aparato extraño llamado encorchadora, y otro que producía un papel de colores, tipo aluminio, para cubrir la parte exterior de la botella. La etiqueta iba con engrudo, desde luego, y había que conseguir botellas que no tuvieran marca impresa en el cristal que denunciara la autenticidad del producto.  Esas pesquisas se hacían en casas: servían toda clase de botellas vacías con esas características.  Una zona “noble” para ello era la Calle de Abajo, donde se presumía que había buenos consumidores de los vinos generosos o de los cognacs europeos. En una ocasión, con nuestro costal de yute acudimos a la mencionada calle, preguntando casa por casa, encontrábamos una o dos botellas.  Nos orientaron algunas “almas piadosas” diciéndonos que a unas cuantas casas había el consumidor de vinos “de nuestros sueños”.  Corrimos hacia allá para preguntar al ama de casa que atentamente nos recibió, por el número de botellas que deseábamos comprar, sabiendo que, al parecer, ellos mantenían los “cadáveres de cristal” en volúmenes altos.  La señora se indignó, nos regaño y con una escoba nos correteó. A su vez, el esposo se incorporó por la ofensa cometida por nuestra ingenuidad.

Fuera como fuera, lográbamos al final el objetivo, y en reuniones familiares, con cepillos especiales, iniciábamos la limpieza de cada botella, hasta dejarla totalmente transparente.  Introducíamos un cotense pulcro, para permitir la sanidad de la botella, como si se tratara del “Don Máximo” contemporáneo.

Luego, en una artesa, o en un recipiente de lámina de no gran profundidad, colocábamos el agua, grandes cantidades de azúcar, y con el brazo la revolvíamos hasta convertirla prácticamente en almíbar.  Enseguida, mi padre colocaba brebajes que saborizaban y daban color a la bebida, hasta lograr un punto de equilibrio.  Al introducir el alcohol, el agua enfriaba de manera exagerada al grado de entumecer nuestros brazos de niños.  Mas había que seguir trabajando para lograr el equilibrio deseado.

Una vez terminada esta tarea, había que llenar las botellas con un embudo, colocarlas en la base de la encorchadora y con un golpe preciso, introducir el corcho.

Mi padre en una silla se encargaba de poner la etiqueta en el lugar preciso, de forma que no quedara chueco el marbete, y posteriormente el casquillo de colores, que con otra máquina fijaba en la boca de la botella.

Una vez terminado este procedimiento, se conseguían cajas de madera blanca, que, con aserrín entre botella y botella, evitaban la fractura del cristal.  Martillo en mano cerrábamos las cajas, y a ranchear…

Yo creo que fue el vino de consagrar de muchas iglesias zacatecanas, tanto de las comunidades como de la capital, y el “vino” se agotaba con rapidez, para volver a iniciar el proceso completo otra vez.

Así, las crisis se resolvían con trabajo, con iniciativas que, para una familia de nueve miembros, todos en edad demandante, tenía muchos requerimientos que cubrir, pero a la vez, contribuíamos notablemente a la economía de nuestro pequeño núcleo.

En otra historia narraremos la fábrica de fideos, la de galletas, el curtido de chiles güeros y el empaque del café de grano que, molido, adquiría un valor agregado.

Hoy vivimos una crisis mundial severa, para la que las armas de la creatividad y la iniciativa deben estar listas al combate.  Habrá que gastar menos de lo que tenemos y realizar el trabajo fecundo y creador, tal como el lema de nuestro Estado señala: “Labor Vince Omnia”. El trabajo lo vence todo.

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