CLAUDIA G. VALDÉS DÍAZ
Este domingo, México celebró lo que el discurso oficial llamó una jornada histórica: la primera elección judicial popular. Noventa y nueve millones setecientos mil ciudadanos fueron convocados para elegir entre más de tres mil 400 candidaturas que renovarían 881 puestos judiciales, incluida la Suprema Corte. Pero el país no respondió al llamado. Apenas el 13.3% de la lista nominal acudió a votar. Casi 87 millones de personas no se movieron de su casa. En términos de participación, fue la peor elección federal en la historia reciente.
Y, sin embargo, la palabra elegida por la presidenta Claudia Sheinbaum fue “éxito”.
El contraste es obsceno. Mientras la mandataria salía caminando de Palacio Nacional acompañada de su esposo para emitir su voto con un grito de “¡Viva la democracia!”, el país se hundía en una abstención masiva. Las cifras son elocuentes: en la elección intermedia de 2021, votó el 52.6% del padrón; en la presidencial de 2024, lo hizo el 61%; incluso la revocación de mandato de 2022, tan criticada por su apatía, alcanzó un 17.7%. Hoy, con suerte, 13 millones de personas participaron. Y, aun así, los funcionarios de la 4T hablaron de “responsabilidad cívica”, “jornada limpia”, “día histórico”.
Pero ¿qué se celebra cuando la democracia apenas respira?
La elección costó dinero. Mucho dinero. Un cálculo simple sugiere que cada voto emitido costó alrededor de 537 pesos. Más del doble que en 2024, cuando el precio por sufragio fue de aproximadamente 200 pesos. Y eso sin contar el capital político invertido, los recursos públicos movilizados, las campañas en redes, las promesas, los mensajes del presidente y sus epígonos. Todo para llenar menos del 15% de las urnas.
La CNTE lanzó amagos. La oposición se deslizó entre la omisión y la queja. Y el gobierno, incapaz de inspirar ni siquiera a sus bases más fieles, recurrió a la negación: “fue un ejercicio inédito”, “la gente decidió”, “hay que respetar la voluntad popular”. Pero ¿cómo respetar una voluntad que no se expresa? ¿Cómo asumir que la renuncia masiva a votar es una validación del sistema?
En Zacatecas, la ironía fue particularmente cruel. Mientras se abrían casillas bajo la sombra de la desolación, en la carretera estatal 210, un comando armado emboscaba a la Policía Estatal Preventiva. Dos atacantes fueron abatidos. El resto escapó. El eco de los disparos se impuso al murmullo de las urnas. Y aun así, el gobernador David Monreal, con su tono monocorde, repetía que fue “una jornada en paz”. Lo hacía apenas horas después de haber presumido el despliegue de tres mil 254 elementos de seguridad: 800 policías estatales, 837 guardias nacionales, 500 soldados. Y sin embargo, la violencia llegó. Porque no hay cifra que detenga a quien ya se siente dueño del territorio.
En total, se instalaron mil 846 casillas en el estado. Todas vigiladas. Todas custodiadas. Pero el miedo, ese que no necesita uniforme ni credencial, fue el verdadero anfitrión del proceso. En zonas de guerra no se vota: se sobrevive.
El gobierno insiste en que Zacatecas es uno de los estados más seguros del país. Lo repite como si las palabras pudieran transformar la realidad. Pero mientras lo dice, el polvo de las balaceras aún flota en el aire. Los desplazados callan. Las familias entierran a sus muertos. Y las urnas, esas promesas de decisión popular, se llenan de polvo.
Este proceso debía marcar un nuevo capítulo en la vida institucional de México. Debía inaugurar una era de independencia judicial, de participación ciudadana, de confianza restaurada. Pero terminó siendo un espejo roto. La elección del Poder Judicial no reveló la fortaleza de la democracia, sino su desgaste. No mostró el entusiasmo ciudadano, sino su hartazgo.
La 4T, que prometía regenerar la vida pública, ha parido el acto electoral más costoso y más ignorado en décadas. La legitimidad no se proclama: se construye. Y si el pueblo, como afirma el discurso oficial, es el verdadero soberano, entonces su silencio debería ser motivo de alarma, no de celebración.
México no necesita nuevas urnas. Necesita recuperar la fe en ellas. Pero eso no se logra con discursos triunfalistas ni con votaciones envueltas en propaganda. Se logra enfrentando la verdad: la gente no votó porque no cree. Y sin creer, no hay democracia que resista.
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