Los quince años

JAIME ENRÍQUEZ FÉLIX

El ritual de los quince años, que es una presentación social de debutantes, tiene su origen en la nobleza inglesa y en la alta burguesía francesa del siglo XIX. Era la presentación en sociedad, clave para el futuro de las chicas –como una presunción de los padres, y de ellas mismas- lanzándose al ruedo para conocer prospectos masculinos rumbo al matrimonio.

En el siglo XX se introduce en México como una costumbre.  En el Porfiriato, para las clases altas, pero muy pronto los menos favorecidos económicamente reprodujeron el festejo.  Generalmente los XV años se efectuaban en salones: era como la coronación de una reina (atuendo, cetro, corona, vestido de raso y catorce acompañantes de la chica, a los que se sumaban otros tantos jóvenes de esmoquin, quienes tenían la vivencia de una misa previa para dirigirse luego al jolgorio)  El baile lo iniciaba el papá de la quinceañera, quien cedía su lugar al chambelán seleccionado.

El evento tenía lugar en medio de una escenografía sofisticada y con una coreografía digna de mejor fin.  El vals provenía de los salones de la nobleza austríaca: una entrada de princesa al lugar, con los pasitos arrastrados, arrancaba suspiros de propios y extraños.  La marcha triunfal de Giuseppe Verdi, Aída, solía ser el marco perfecto para tan orondo acontecimiento.  Las damas de compañía de la quinceañera se acomodaban con el grupo de chambelanes que, a imitación de los cadetes austríacos, bamboleaban sus juveniles osamentas alrededor de la quinceañera para después integrarse al aclamado vals.

Zacatecas no fue ajena a esta tradición. Algunos éramos tan convidados a estos eventos como chambelanes, que prácticamente cobrábamos un “estímulo” por nuestra participación (este se traducía en un número de boletos extra para la cena, barra libre, bailar solamente el vals con la princesa en turno y después mercadearse libremente, y si tocaba ser el chambelán principal, se podía uno hacer perdidizo en el resto de la fiesta para diversificar luego la recreación con otras damas)

La preparación implicaba varias semanas:  se revisaban a detalle la entrada, la salida, el vals, a veces el humo entre los pies –que era novedad en Zacatecas- y, desde luego, el coreógrafo era Agustín Díaz Lorck “el Pirri”, “el Molinillo”, conocido de todos.  Un personaje como salido de una novela del siglo XVII, central en la vida social zacatecana, que enseñaba a la torpe niña los giros del bailable en cuestión y el uno-dos.  Sin embargo, sus prejuicios no eran muchos y también lo hacía, respetuosamente con los chambelanes, para enseñarnos a manejar el cuerpo en tan importante demostración pública. ¡Imposible estar jorobado!, la cabeza debía mantenerse bien en alto, volteando discretamente sobre un hombro, luego sobre el otro, para al final, ver el rostro de la dama correspondiente y sonreír con gracia, sin dejar de girar, girar, girar alrededor de la reina por un día.

Teníamos ya nuestros esmoquin o trajes negros con camisa de cuello de paloma, moño negro –faja en ocasiones, además- y zapatos de charol como los del “ranchero chido”.

La primera tanda de la noche era para esta escenografía de jóvenes, custodiando permanentemente a la quinceañera, dando una imagen presuntuosa de buenos modales y técnicas dancísticas, para hacer quedar bien a la familia y, desde luego, cotizarnos para bailar el resto de la noche con las chicas más bellas de entre la concurrencia.

Gganaba eso, el derecho a una cena bien servida –no siempre suculenta-: el macarrón o los coditos con crema como entrada, el trozo de carne de cerdo generalmente frío, con un brebaje caliente, para terminar con el pastel de Quince Años como postre.  Se bebía Viejo vergel, Don Pedro y en casos más elegantes el Cheverny.  El tequila era bebida de “pelados” por lo que se prohibía prácticamente en eventos de esta naturaleza.  Para los viejos un poco de whisky y algún brandy español barato.  Desde luego, nunca un Carlos I, un Cardenal de Mendoza o un cognaquito al menos, como algunos le decían “Enesy”, sustituyendo al Hennesy con la defensa de que la “h” no se pronuncia.  El baile se prolongaba hasta las 5 o 6 de la mañana, y si el padre se “despercudía” llegaba el mariachi que daba para una o dos horas más, el menudo “pa la cruda” con callo y pata” y las tortillas calientes.  Llegaba uno a la casa entre 7 y 8 de la mañana bien bailado, bien comido, para encontrarse con padres orgullosos de sentir que sus hijos habían sido seleccionados como parte de esa corte de familias “relumbrosos” que podían gastar los ahorros de varios años en el festejo de la niña.

La otra opción era un viaje a Europa, incluyendo una masiva visita al Papa, el baile con chambelanes austriacos –de verdad- que olían a queso añejado en Valparaíso, pero de los que las niñas contaban primores.

Así, el deambular de los zacatecanos transcurría entre influencias europeas –de donde son nuestros orígenes que tienen un mestizaje escaso- y desde luego, con don Porfirio Díaz presente como símbolo del añejamiento y de las nuevas costumbres del viejo continente incorporadas a nuestra nación.

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