La tortuga de Darwin

JAIME ENRÍQUEZ FÉLIX

Tenía 176 años cuando murió. Se llamaba Harriet y su platillo preferido eran las berenjenas.  Se le ha considerado el animal más longevo del planeta y seguramente uno de los más famosos: pocos podrían jactarse de haber tenido a Charles Darwin -el genio que mostrara al mundo el proceso de evolución de las especies, cambiando los paradigmas de la biología para siempre- como su compañero en la larga carrera de la investigación y el análisis científico, que emprendieran juntos cuando se conocieron, en 1836, precisamente donde Harriet nació, en las islas Galápagos, hasta donde llegara el sabio en su buque expedicionario, el «Beagle».

No fue ella la única tortuga que lo acompañó de regreso de esta expedición: dos murieron en la siguiente primavera –pues el clima inglés fue demasiado frío aún con todo y la casa rodante que cargan a cuestas-  y las otras dos fueron trasladadas a Australia.  Los australianos comenzaron a cuidar de Harriet en 1841 y lo hicieron con respeto a sus ojos tímidos y sagaces que todo lo veían y, con el pasar de los años, a su longeva amistad con Charles Darwin, que duró hasta la muerte de este,  acaecida en 1882.  Harriet habría de sobrevivirle 124 años: ¡un siglo y un cuarto más! La compañera de Harriet murió en 1929 y hoy es parte principal del museo de Queensland en la propia Australia.

Su barco de exploración, el Beagle tuvo una travesía de casi 5 años. Darwin dedicó la mayor parte del tiempo a investigaciones geológicas en tierra firme y a recopilar ejemplares, mientras el Beagle realizaba su misión científica para medir corrientes oceánicas y cartografiar la costa. Las notas que Charles Darwin tomó a lo largo del viaje, se volvieron un interesante diario, que habla de su notable capacidad de análisis, de su buen periodismo de investigación y hasta de su habilidad como dibujante.  Un hombre metódico y notable.  Sabía que era inexperto en algunas disciplinas de la ciencia, así que se dedicó a reunir muchos especímenes para enviarlos a especialistas, sobre todo en Cambridge, a fin de que pudieran realizar análisis más minuciosos.

Darwin se mareaba. Pero su amor por el descubrimiento de lo nuevo, pudo más que las largas travesías en el barco. Era tan buen biólogo como geólogo, y dejó planteados temas que sus colegas pudieron seguir  después, cuando él se dedicó de lleno a comprobar sus teorías sobre la evolución de las especies.

Se convirtió en amante de los fósiles, pues sentía que al aprender de ellos, comenzaba a ligar cadenas y a tender puentes en su teoría evolutiva.

Al viajar por el mundo, contempló con asombro la diversidad de la fauna y la flora en función de los distintos lugares. Así pudo comprender que la separación geográfica y las distintas condiciones de vida eran la causa de que las poblaciones variaran independientemente unas de otras.

Fue en Tierra del Fuego cuando empezó a sospechar que las diferencias raciales entre las personas no las hacían distintas en realidad, y que era en la cultura donde podían hacerse las diferencias.  Allí también descubrió ¡que las personas y los animales no tenían ninguna distinción insalvable entre ellos!

Todo le sorprendía: cuando llegó a Australia y conoció al canguro y al ornitorrinco,  pensó que era como si «dos creadores» hubiesen obrado a la vez y especuló sobre «ese misterio de misterios: la sustitución de especies extintas por otras» como «un proceso natural en oposición a uno milagroso».

Juan Mayorga, el escritor de teatro, quedó realmente impactado por Harriet y montó una obra centrada en su singular biografía: Una noche, un historiador recibe una insólita visita: una señora que se identifica como Harriet y que resulta ser la parlanchina tortuga que Darwin trajo de las Galápagos, al parecer la criatura más anciana del mundo. No sólo ha sobrevivido a su amo, sino además a toda una serie de hitos históricos: dos guerras mundiales, la Revolución Industrial, la de Octubre y la Perestroika.  Como testigo especial posee un enorme valor para los estudiosos. Su conocimiento de los detalles más inverosímiles y los saltos en su evolución personal sorprenderán a más de uno. La Historia vista desde abajo, dice el escritor, quien considera que la enseñanza más grande de esta tortuga para el mundo, se encierra en una frase: «Vivir es adaptarse.»

Se cumplieron ya más 200 años del nacimiento de Charles Darwin, y con ese motivo llega la oportunidad de rendir honor a su gran capacidad científica, a su probada tenacidad, a su trabajo sin tregua y sin pausa, por hacer luz en el saber humano, por hacer entender que hombres y bestias, vertebrados y moluscos, bacterias y dinosaurios, somos todos “polvo de estrellas”, y producto de un gran proceso natural de evolución que nos sorprende cada día, con sólo pensar en él un poco.

Somos los mejores.  Quienes convivimos este día en este planeta, y aunque no nos gusten mucho los alacranes, ni disfrutemos de la compañía de ciertos insectos, o estemos empeñados en acabar con las especies que nos rodean.  Somos los mejores, porque hemos sido capaces de sobrevivir a devastadores procesos, a mutaciones y glaciaciones, y nos hemos transformado en lo que hoy tenemos para dar.  Los científicos promueven la coexistencia.  No puedo evitar pensar en la frase de uno de ellos, Carl Sagan, quien dejó para la posteridad una palabra inteligente: “aunque no estés de acuerdo en lo que dice, mira al hombre que te reta con paciencia y amor. Piensa que en muchas galaxias alrededor tuyo, no ha podido comprobarse aún la existencia de otro como él”.

Así de grandioso es este proceso de crecimiento y cambio, del que formamos parte.

Acudí a Bogotá a un foro mundial sobre la deuda externa donde fui expositor alrededor del tema de la deuda mexicana. Me tocaron aquellos incidentes donde murieron grandes políticos en campaña presidencial en la presentación del congreso.  Hombres armados con metralletas para proteger el foro, que intimidaban a asistentes y expositores.  Debía visitar Bucaramanga y Cartagena de Indias y de allí pasar a Ecuador y no perdí la oportunidad de visitar Galápagos.

Darwin estaba presente en el aire, en la tierra, en los habitantes y el contraste con la historia de olvidar a Adán y Eva, con quienes fuimos educados de niños –en mi lejana Zacatecas- y reemplazarlos por una teoría científica que en su inicio daba risa: la transformación del mono en hombre.

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