El poder de la sangre limpia

Primera de dos Partes

ARGENTINA CASANOVA

A lo largo de la vida de las mujeres hay un tema que atraviesa todas las etapas, ha sido causa de una de las desigualdades más acendradas y que agudiza las diferencias entre las niñas, adolescentes, las mujeres, como es la menstruación y la urgencia de colocarla como un tema prioritario en la agenda de los Derechos Humanos, al igual que para  aquellas que nacieron en cuerpos de mujeres pero que deciden transicionar a una identidad de género como hombres y/o asumen su identidad fluida más allá de la dicotomía sexo-genérica.

En días pasados el Senado de la República aprobó la tasa cero a productos de higiene menstrual, y por las mismas fechas, la Comisión Nacional de Derechos Humanos emitió la recomendación 35/2021 que establece responsabilidades puntuales sobre la garantía del abasto de insumos de gestión menstrual para las mujeres privadas de su libertad.

A pesar de estas dos acciones significativas y que poco a poco el derecho a la gestión menstrual ha salido de lo íntimo y lo privado hasta llegar al lugar que urge darle como una prioridad de la agenda de derechos, todavía hay reticencias, pudores y dificultades para abordar en lo público lo que solía ser un tema privado.

Si bien la menstruación aparece hasta la edad de los primeros años de la adolescencia, todo lo que hay en torno a los cuerpos de las niñas y las adolescentes gira en torno a la llegada del sangrado uterino, su demora tiene implicaciones y connotaciones sociales determinantes que preocupan a la familia por el poder reproductivo.

Tal parece que en lo discursivo nadie quiere hablar de lo que compete a las niñas y a las mujeres, a lo que sostiene esa desigualdad de género y la violencia estructural que permeó y prevalece aún como columnas sobre las que se sostienen muchos prejuicios, estigmas, mitos y desigualdades.

Si queremos pensar realmente en la dimensión de cuánto el patriarcado ha arrancado a las mujeres la tutela de sus cuerpos, basta recordar que vivimos en una sociedad en la que los medios reproducen la sangre, es pública y fotografiable la de los asesinatos, la de los descabezados y ejecutados, a nadie le molesta que se publique una fotografía con una persona ensangrentada que murió en un accidente. De eso se llenan los periódicos amarillistas, pero también suele aparecer en las televisoras y en los diarios cuando sirve para ilustrar la violencia.

Pero nunca se puede hablar de la sangre que es limpia. A esa, la de los cuerpos de las mujeres; a esa, se le niega, se le oculta y hasta resulta ofensivo hablar de algo que compete al cuerpo de las mujeres, diluyen nuestros cuerpos y nuestra sangre en narrativas misóginas para las que las “rajadas” son necesariamente invisibles en temas como la menstruación, la menopausia, el climaterio, como si ello no tuviera ninguna implicación sobre las relaciones desiguales que sostienen la violencia contra las mujeres y las que transicionan a identidades masculinizadas, o como se ha denominado como personas menstruantes.

La sangre menstrual es el peor de los peores temas. Es de mal gusto pronunciarlo, referirlo y recientemente hasta se le considera un tema menor del que no debería hablarse porque sólo compete a unas cuantas, cuando en realidad atraviesa y acompaña toda la vida de las mujeres y las personas menstruantes. Hasta en los comerciales se la volvió un líquido azul.

Basta recordar para la mayoría de nosotras que si alguna compañerita en la primera pubertad no menstruaba en la secundaria, era un caso extraordinario que en la lógica de la época preocupaba por las posibilidades reproductivas, es decir, por la expectativa de que esa niña no pudiera sumarse a cumplir con la tarea reproductora socialmente asignada desde el patriarcado.

Al mismo tiempo, su llegada temprana sostuvo y sostiene la sexualización de las niñas hasta el punto de que en muchas comunidades se las considera “mujeres” a partir del primer sangrado. Algo sucede alrededor de las niñas cuando empiezan a menstruar, son cosificadas y colocadas en el ámbito de la competencia sexual, entran al “mercado de consumo de los cuerpos”.

En cualquier comunidad rural e indígena, la menstruación es sinónimo de que una niña es de la noche a la mañana “mujer” y puede casarse y tener hijos; sí, pero en el medio todo lo que implica el abuso sexual, la explotación amorosa, la violencia estructural sobre las niñas que abandonan las escuelas, los riesgos de contraer VIH, el impacto a su salud reproductiva y a su calidad de vida, un sinfín de fenómenos relacionados con su sexualidad reproductora a partir de la sangre menstrual. No podemos permitir que eso se diluya, hoy más que nunca es el momento de hablar de esas desigualdades.