Albert Einstein, el sabio

JAIME ENRÍQUEZ FÉLIX

 

Desde siempre, he admirado a la raza judía.  No son distintos de los mexicanos, ni de los árabes –a quienes les liga, tal vez, la misma sangre- pero son muy parecidos a esa raza nueva y fuerte que los migrantes mexicanos están creando en los Estados Unidos: un grupo de supervivientes.  De hombres y mujeres decididos a luchar contra la adversidad y a vencerla, a pesar de todo.  Como los judíos cuya diáspora es bíblica los mexicanos aprendimos a caminar desde Aztlán hasta Chicomostoc y de allí a Tenochtitlan, para formar una nueva influencia regional, determinante para Mesoamérica y para el futuro de nuestra nación.

 

En esta pequeña serie de biografías de grandes hombres y mujeres, en la que parecemos habernos enfrascado en las últimas entregas, el nombre de Albert Einstein es imprescindible.  Fue un migrante por naturaleza.  Nació en Ulm, Alemania, el 14 de marzo de 1879 –justo por ello, esta lectura es ahora tan pertinente, pues durante la semana podremos dedicar algún tiempo de nuestros pensamientos, a recuperar a Einstein en nuestra cotidianeidad- y pasó su juventud en Munich. Tenía apenas 15 años cuando su familia, siempre fracasada en los negocios, decidió migrar a Milán a buscar fortuna. Albert tenía 16 años apenas, cuando viajó a Suiza a estudiar el bachillerato, para vivir un poco después en Zurich, donde se matriculó en el Instituto Politécnico Nacional de aquel país pues, desde muy joven, había demostrado una gran facultad para comprender enunciados matemáticos complejos y sus maestros pensaban además, que su capacidad de observación de la naturaleza era asombrosa.  Sin embargo, es de todos conocido, que no fue un estudiante particularmente brillante, pues no se sometía a los preceptos de la educación formal, que parecía poner grilletes a su inteligencia y a su alto interés por la investigación científica.

 

Consiguió su primer trabajo formal en la Oficina de Patentes de Berna.  Tenía entonces, 23 años de edad. En 1905, con 26 años, obtuvo su Doctorado en Física por la Universidad de Zurich, presentando una serie de trabajos científicos sobre el comportamiento de las moléculas y sobre el efecto fotoeléctrico de la luz.  Sorprendió en esta materia a los más sesudos hombres de su época, cuando demostró que la luz no era un proceso continuo, como se solía afirmar, sino que se transmitía en una especie de bloques, llamados “cuantos”

 

Para intentar explicar sus teorías, luego de cuatro años de permanecer en la oficina de patentes suiza, dio clases y realizó investigación –entre los años de 1909 y 1913- en las universidades de Suiza y Praga, en la que fuera su alma mater, el Instituto Politécnico de Zurich, hasta que en 1913 se hizo director del Instituto de Física de Berlín.

 

No era un hombre bien parecido, ni siquiera carismático, pero la luz de pasión que desprendían sus ojos cuando tocaba los temas que le atraían, era algo que sus interlocutores no podían olvidar jamás.  Se hizo mofa del científico por su poca habilidad para expresar verbalmente sus ideas.  No era extraño su desinterés por desarrollar esa facultad, pues estaba convencido que el lenguaje matemático era suficiente para plasmar sus conceptos con precisión.  La posteridad ha demostrado que tampoco en eso se equivocaba Einstein

 

Cuando quiera Usted referirse al ejemplo mismo de un hombre absolutamente austero, un asceta, puedehablar de Gandhi, pero también puede referirse a Einstein.  Su parquedad de palabras era equiparable con su vida misma:  no usaba calcetines, porque opinaba que sólo “producían agujeros”, cortaba hasta el codo las camisas nuevas que le regalaba su esposa Elsa, porque quería sentirse libre en todo momento para pensar sin distracciones de ninguna especie.  En su habitación no había alfombras ni cuadros y es obvio que su presencia personal le tenía sin cuidad.  Muchos de sus contemporáneos llegaron a escuchar de su voz, una explicación sobre esa manera de actuar:  “Toda posesión, es una piedra atada al tobillo”… y él, sobre todo, valoraba la libertad.

 

Las teorías de Einstein realmente eran complejas, incluso para los expertos, quienes inclusive convocaban a concursos que premiaban a quien fuera capaz de explicarlas brevemente.  Mileva Maric, una de sus más agudas biógrafas, escribió sobre este asunto que en una ocasión, una revista de temática científica ofreció un premio de cinco mil dólares a la persona que mejor explicase la teoría de la relatividad en tan solo tres mil palabras. Cuando preguntaron al mismo Einstein sobre la idea de esta revista, afirmó que de las personas que conocía, él mismo era el único que no podría aspirar al premio, pues ni el mismo sabría como hacerlo. Inclusive a Elsa, su esposa, le tenía dicho –dado que ella había manifestado no entender “ni un comino” a qué dedicaba su marido todo su tiempo de científico. Que respondiera a los periodistas: “lo sé casi todo sobre el tema, sólo que es un gran secreto y no me está permitido poder revelárselos”.  Funcionó: la dejaron en paz los periodistas. 

 

Tal vez la siguiente sea la anécdota más conocida y jocosa en relación a este enorme científico del siglo XX: El chofer de Einstein le acompañaba siempre. Lo hizo tantas veces, que él mismo llegó a aprender de memoria la conferencia “tipo” que realizaba para el gran público.  Una de esas tantas veces, Albert Einstein le comentó lo aburrido que resultaba decir lo mismo tantas veces, cada vez que era invitado a hablar en público.  El chofer había aprendido también el discurso, por lo que se le hizo fácil decirle: “yo también lo sé de memoria.  Si Usted quiere, durante la próxima conferencia puedo sustituirlo en el presidium.  Así lo hiciero: todo transcurrió de maravilla hasta el aplauso final.  Fue entonces que comenzó la sesión de preguntas y respuestas.  Un profesor, entre la audiencia, le lanzó una pregunta que no estaba en el guión, lo que le hacía imposible responder, pero como bien dicen que las crisis se hacen para resolverlas, en un golpe de inspiración le contestó: «Me extraña, profesor, la pregunta que usted me hace. Es tan sencilla que dejaré que mi chofer, que se encuentra sentado al fondo de la sala, se la responda».  Salieron “vivos” de tan tremendo engaño y bien puede decirse que esa fue la conferencia que más divirtió a nuestro personaje de entre tantas que dio. 

 

Tenía 40 años de edad cuando recibió realmente el reconocimiento de la sociedad científica internacional, y 42 años cuando obtuvo el Premio Nóbel de Física.  Comenzó a viajar por el mundo y a adherirse a movimientos pacifistas y de defensa de los judíos.  Lo atacaron contínuamente.  Siempre se mantuvo firme, tanto en la defensa de sus teorías, difíciles de exponer pero en las que creía firmemente,  como en su lucha por la paz mundial. 

 

Cuando Hitler llegó al poder en 1933, Einstein abandonó Alemania y emigró a Estados Unidos.  Siguió trabajando, ahora en el Instituto de Estudios Superiores en Princeton.  Esta vez, su interés científico tuvo que ver con programas de investigación sobre las reacciones en cadena.  Al solicitar el presidente Franklin Roosevelt se agilizara –en plena Segunda Guerra Mundial- el estudio  de estos temas, se emprendió una carrera para la fabricación de la bomba atómica.  Es importante –en honor a la verdad y la justicia- decir que nuestro personaje no participó directamente en el proyecto ni le fue consultado nada sobre su avance y sobre los usos militares que se pretendían dar al arma letal.  Incluso en 1945 Einstein escribió otra vez al presidente intentando disuadirlo, esta vez demasiado tarde, de usar la bomba.  Las bombas atómicas lanzadas en Hiroshima y Nagasaki, fueron para él motivo de gran desolación.

 

Siguió trabajando hasta su muerte –acaecida en 1955 en Princeton- a favor del desarme nuclear y en la defensa de la paz en el mundo. Un gran hombre, sin duda, un personaje para admirar por la grandiosidad nacida de sus limitaciones y de su tesón sin tregua.  Un genio del siglo XX.  La historia de la humanidad no sería la misma sin él. 

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