La Casa de los Perros | Zacatecas: patria sin patria
CLAUDIA G. VALDÉS DIAZ
El corazón de Zacatecas late a tres mil kilómetros de distancia. Late en el brazo que poda viñas en California, en la espalda que carga bultos en Texas, en la garganta que grita goles en un bar de Chicago. Late más allá del muro, porque aquí, en su propia tierra, dejó de encontrar sentido.
En el primer trimestre de 2025, llegaron a este pedazo del altiplano 420.7 millones de dólares en remesas. No es sólo la cifra más alta registrada para un inicio de año. Es un grito silencioso, constante, que atraviesa las fronteras con cada transferencia electrónica. Un promedio de 4.67 millones de dólares diarios. Es el dinero del ausente. Es la moneda de la nostalgia.
Banxico lo reporta con frialdad: un crecimiento del 5.5% respecto al año pasado. Una línea más en el boletín estadístico.
Pero debajo del número hay rostros. Cada envío de 383 dólares —en promedio— no es una simple remesa: es la renta del abuelo que cuida nietos, es la comida de una madre sola, es el vestido de la niña que se gradúa.
Es también, paradójicamente, la confirmación del fracaso: un estado que no puede mantener a los suyos debe conformarse con el consuelo de su generosidad.
Zacatecas no figura entre los primeros en desarrollo industrial, ni en crecimiento económico, ni en generación de empleo. Pero sí es el duodécimo en captación de remesas.
Eso dice más de lo que parece.
Es un estado que sobrevive no por lo que produce, sino por lo que extraña. La economía del desarraigo.
Municipios como Juan Aldama, Fresnillo, Jerez, Tlaltenango, Río Grande… No se desarrollan por inversión pública ni por política de Estado. Se sostienen con los dólares de quienes cruzaron la frontera y no han vuelto más que en fotografías enmarcadas en la sala.
Si Juan Aldama recibió 47.1 millones de dólares, no fue porque su tierra floreció, sino porque su gente se fue.
Más de 1.6 millones de zacatecanos viven en Estados Unidos. Unos 750 mil migraron. El resto nació allá. Es decir, hay tantos zacatecanos allá como acá. La frontera ya no divide: duplica. Esta es una patria partida, con dos geografías y un mismo abandono.
Aquí no hay épica del éxito. Hay un éxodo callado, constante, donde los que se van compran con su esfuerzo el derecho de los que se quedan a vivir un poco mejor.
Mientras tanto, los gobiernos locales aplauden la llegada de remesas como si fueran propias. No se preguntan qué hicieron mal para que la mitad de su pueblo decidiera que el porvenir está del otro lado.
El zacatecano no ha emigrado. Ha huido.
Porque en Zacatecas, trabajar no garantiza futuro, estudiar no asegura empleo, quedarse no ofrece dignidad. Por eso, los verdaderos constructores del estado no están en el Congreso ni en los ayuntamientos. Están en las cocinas de Nueva York, en los campos de Carolina, en los obradores de Nevada.
Ellos levantan Zacatecas. Desde lejos. Con la nostalgia convertida en divisa.
La ceniza de las instituciones
En Zacatecas la política se ha convertido en una danza de puñales.
El escenario esta vez es el Instituto Electoral del Estado (IEEZ), donde su presidente, Manuel Frausto Ruedas, se encuentra cercado por el discurso incendiario del inquilino de La Casa de los Perros.
Acusaciones de corrupción, presupuestos mutilados y elecciones a medio gas dibujan un cuadro que no necesita más colores para ser inquietante.
El gobernador dispara: “mucha corrupción y desvío de recursos”, dice sin presentar pruebas. Lo hace en público, con el tono de quien se sabe impune, acompañado por las sombras del INE y la Mesa Estatal de Construcción de Paz.
Lo hace sin medir el costo institucional de sus palabras. Lo hace, quizás, para minar la credibilidad de un árbitro incómodo. El mensaje es claro: si el proceso electoral no marcha, el culpable tiene nombre y apellido, y no está en La Casa de los Perros.
Del otro lado, Frausto se defiende con cifras, con planes de contingencia, con la dignidad que todavía le permite el presupuesto raquítico aprobado por la Legislatura: de los 88 millones solicitados, solo llegaron 30. Una reducción del 66 por ciento. Aun así, dice que la elección no está en riesgo. ¿Lo cree realmente? ¿O solo cumple con ese rol de sobreviviente institucional, que sonríe, aunque huela a incendio?
El verdadero drama, sin embargo, no está en la pugna entre el gobernador David Monreal Ávila y el consejero. El drama es que el árbitro electoral se ve obligado a improvisar, a reemplazar capacitadores profesionales por técnicos mal pagados, a organizar una elección judicial con lo que queda después de la poda.
En este teatro de la precariedad, la democracia es un acto de fe: hay que creer que con menos se hará más, que la elección será justa, aunque los dados estén cargados desde el presupuesto.
La narrativa del gobernador —“si tuviera decencia, habría renunciado”— no busca rendición de cuentas, sino rendición política. Quiere que el árbitro se arrodille. El problema es que cuando los árbitros caen, no queda juego posible, solo fuerza bruta. Y cuando una democracia permite que sus instituciones sean tratadas como enemigos del régimen, ha empezado a volverse ceniza.
No hay elección que resista eternamente la erosión del respeto. Y cuando este se pierde desde el poder, las urnas se llenan de silencio o de rabia, pero nunca de legitimidad.
¿La elección no está en riesgo? Quizás no aún. Pero si el IEEZ cae como una ficha más del tablero, el peligro no será un consejero sin nómina en julio. Será una ciudadanía sin árbitro. Sin reglas. Sin voz.
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