La Casa de los Perros | Una escenografía de humo
CLAUDIA G. VALDÉS DÍAZ
Zacatecas, tierra de contradicciones y silencios se presenta hoy —según el discurso oficial— como un oasis de democracia y orden.
Una joya pulida con esmero por el inquilino de La Casa de los Perros y su Mesa de Construcción de Paz, quienes nos aseguran que la histórica jornada electoral del 1 de junio transcurrirá sin sobresaltos. No hay focos rojos, dicen. No hay motivo de alarma, repiten. Y, sin embargo, el hedor de la simulación es penetrante.
La elección directa de jueces y magistrados, que por primera vez se celebrará en México, se nos vende como una epifanía democrática, un milagro cívico que purificará de una vez por todas el contaminado río del Poder Judicial.
Pero en la superficie tersa de estos discursos, llenos de palabras grandes como «transparencia», «democratización» y «anhelo histórico», apenas si se disimula la vieja enfermedad nacional: el control político disfrazado de voluntad popular.
¿Quién eligió a los candidatos que estarán en la boleta? ¿Quién financió sus campañas? ¿Quién garantizará su independencia cuando sus nombramientos nacen ya marcados por el dedo que reparte favores y castigos desde la Plaza de Armas?
Lo que se presenta como un avance democrático podría ser, en realidad, la consumación de un viejo sueño autoritario: subordinar todos los poderes al Ejecutivo, con el beneplácito de las urnas y la bendición del Ejército.
Sí, el Ejército. Más de dos mil elementos de fuerzas federales y estatales “desplegados sin afectar la vigilancia cotidiana”, nos dicen, como si la presencia militar masiva en una elección no fuera, en sí misma, una señal de alarma. Como si ese despliegue no revelara el verdadero estado del país: un Estado sitiado que se niega a reconocer su propia fragilidad.
Nos hablan de paz, pero lo hacen rodeados de soldados. Nos hablan de orden, mientras las carreteras siguen siendo rutas de miedo.
La maquinaria electoral funciona. Las cifras son impresionantes: siete millones de boletas, mil 846 casillas, más de 17 mil ciudadanos capacitados, convenios firmados, bodegas aseguradas, rutas vigiladas. Todo parece bajo control, todo parece listo.
Pero lo esencial, lo verdaderamente democrático, no se imprime en boletas ni se contabiliza en cómputos preliminares: la libertad de elegir sin miedo, la confianza en el árbitro, la certeza de que el voto sirve para algo más que legitimar lo inevitable.
Mientras las autoridades repiten como mantra que “no hay focos rojos”, los ciudadanos de Zacatecas viven entre la apatía y la resignación. Saben que los mapas de riesgo se dibujan con sangre, no con declaraciones. Saben que, al final, esta elección no cambiará la lógica profunda del poder en México: una lógica que premia la lealtad castiga la crítica y convierte la democracia en una ceremonia de papel, cuidadosamente montada para que nadie vea lo que realmente ocurre detrás del telón.
Porque esto no es una elección: es una escenografía.
Epílogo sin justicia
Y como telón de fondo, mientras se cacarea el amanecer de una justicia popular, en la penumbra se ejecuta el verdadero acto de desmantelamiento: el Poder Judicial de Zacatecas se vacía.
Con la firma de un dictamen parlamentario en la LXV Legislatura, siete magistrados —Martha Elena Berúmen Navarro, Beatriz Navejas Ramos, Evelia Ramírez González, Miguel Luis Ruiz Robles, Miguel Pérez Nungaray, Arturo Nahle García y Edgar López Pérez— han sido conducidos a la puerta de salida, unos por voluntad inducida, otros por silencios impuestos.
No renuncian, los renuncian.
Un barrido institucional disfrazado de renovación, legitimado por reformas constitucionales hechas a modo, a la medida del nuevo régimen.
Esto no es depuración: es saqueo.
Y ante el embate feroz de la Cuarta Transformación contra todo contrapeso, no queda más que el adiós. Un adiós sin justicia. Un adiós sin jueces. Un adiós, quizás, sin retorno.
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