La Casa de los Perros | La calcinada verdad: Lorena, Andrea y Alejandra, rostros de una impunidad que arde
CLAUDIA G. VALDÉS DÍAZ
La fotografía de Lorena Alba Chalita, con sus rizos castaños oscuros y sus gafas de armazón grueso, no es sólo el retrato de una joven de 28 años. Es el rostro que quedó colgado en los muros virtuales de una sociedad que grita auxilio en silencio, en un país donde desaparecer es más fácil que vivir. Donde las mujeres no se esfuman: las desaparecen. Y a veces, las calcina el fuego de una violencia que no cesa.
Lorena había salido de Aguascalientes rumbo a Villanueva, Zacatecas. Asistía a un funeral. Un acto de despedida se convirtió en su propio réquiem. Allí fue vista por última vez.
Sujetos armados irrumpieron y se la llevaron. Desde entonces, su nombre flotó como un eco entre los postes de “se busca”, acompañado de una promesa que se repite como letanía: recompensa a quien aporte información útil. Pero la información, en Zacatecas, cuesta vidas. Y el silencio se paga con huesos.
Fueron tres meses de incertidumbre, de promesas rotas, de llamadas extorsivas que exprimieron hasta el último resquicio de esperanza. Hasta que, en El Jagüey, un sitio con nombre de pozo y muerte, se hallaron restos calcinados. Polvo humano entre la maleza. Periciales, genética, protocolo. Un dictamen frío: los huesos eran de Lorena. También de Sergio Monroy, su acompañante. Dos vidas consumidas, literalmente, por el fuego de un Estado ausente.
Lorena era hija de un empresario lechero. Tenía tatuajes que hablaban de fuerza: “fearless” en la pierna, “love yourself” en el antebrazo. Ahora, el único tatuaje que queda es el que la violencia ha dejado grabado en la memoria de quienes la amaron.
Pero esta no es una historia solitaria. Apenas unos días después del cateo en un domicilio de Lomas de Bernárdez, donde se detuvo a un catedrático de la Universidad Autónoma de Zacatecas y se decomisaron drogas, comenzaron a circular las fichas de búsqueda de sus hijas: Andrea Ivette y Alejandra del Carmen Sosa Salinas. La primera, de 35 años; la segunda, de 46. Ambas desaparecidas el mismo día, 14 de mayo. ¿Coincidencia? En Zacatecas, las coincidencias suelen tener el olor a pólvora y miedo.
Andrea tiene los ojos verdes y una cicatriz en el brazo derecho. Alejandra, un tatuaje de lagartija en la espalda. Detalles físicos que en un país sano serían parte de su historia personal, pero aquí se vuelven marcas de identificación forense. Ellas aún no aparecen. Pero sus nombres ya son parte de la estadística.
Mientras tanto, el rector interino de la UAZ declara que la universidad “esperará el proceso judicial”. Se lava las manos como Pilatos, dejando caer que el académico tiene 51 años de servicio. El tiempo que el Estado ha tardado en profesionalizar su omisión.
La fiscalía asegura que seguirá con las investigaciones. Prometen esclarecer los hechos. Pero ya sabemos que eso, en México, no significa justicia. Significa carpetas apiladas, dictámenes pendientes, familias rotas.
Lorena ya no volverá. Andrea y Alejandra quizá tampoco. Y mientras tanto, los protocolos —el Alba, el Amber, el de feminicidio— se apilan como papeles mojados en la tormenta de un país que arde. No por el clima, sino por su impunidad.
Porque en Zacatecas, en Aguascalientes, en toda esta República sangrante, no basta con buscar a las desaparecidas. Hay que buscar también a los responsables. Y aún más: hay que buscar el país que hemos perdido entre fosas, amenazas y comunicados oficiales.
En algún lugar de esta tierra, Lorena sonríe aún en sus fotos. Pero su voz fue silenciada. Nos toca a nosotros —los periodistas, los ciudadanos, los que todavía creemos que las palabras pueden hacer temblar a los poderosos— gritar su nombre. Y no callar.
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