La Casa de los Perros | El parte de guerra que desmiente al discurso
CLAUDIA G. VALDÉS DÍAZ
El martes amaneció en Palacio Nacional con la cadencia predecible de los rituales del poder: uniformes, gráficas, cifras acomodadas como vitrales. Era martes de seguridad. Un día dedicado, en teoría, a dar cuenta de los avances en la batalla diaria contra la violencia. Pero el crimen no respeta protocolos ni efemérides.
Claudia Sheinbaum, heredera política del obradorismo y actual presidenta, debió abandonar el libreto ensayado para improvisar una confesión pública: dos funcionarios del gobierno de la Ciudad de México habían sido asesinados en plena capital, mientras el Estado hablaba de paz.
Las víctimas: Ximena Guzmán, secretaria particular de Clara Brugada, y José Muñoz, asesor de la misma. Funcionarios de confianza. Gente de casa. Ejecutados a quemarropa.
Las balas no sólo perforaron la carrocería del auto en que viajaban; también atravesaron el discurso oficial. Porque mientras se hablaba de contención, de éxitos operativos en autopistas o decomisos en las fronteras invisibles del crimen, en la esquina de Calzada de Tlalpan y Napoleón, a unos metros de la estación Xola del Metro, una motocicleta se acercó, el gatillo fue accionado, y dos vidas se extinguieron. Silencio. Dispersión. Huida.
El mensaje de Brugada apareció poco después en redes: el clásico comunicado de duelo, la promesa automática de justicia, el “no habrá impunidad” que se dice con la misma facilidad con la que se rompe.
Sheinbaum, forzada por la contundencia de los hechos, repitió la fórmula minutos más tarde desde Palacio Nacional. La conmoción no alteró la escenografía ni el tono. Solo una pausa. Luego, la función siguió.
El asesinato expuso, en su crudeza, el carácter ilusorio del relato gubernamental. No importa cuántos operativos se anuncien ni cuántos puntos de control se instalen si los criminales pueden ejecutar a funcionarios públicos en la capital del país, en horas laborales, sin mayor resistencia ni consecuencia inmediata.
Este no fue un ataque al azar. Fue una ejecución dirigida. Y como toda ejecución de este tipo, lleva un mensaje implícito: nadie está a salvo.
La retórica oficial insiste en compararse con López Obrador para mostrar una mejora en los índices de violencia, como si la única referencia válida fuera el sexenio inmediato anterior. Pero los datos, esos que no saben mentir, aunque sí ser omitidos, revelan otra historia: Sheinbaum acumula ya 17 mil 297 homicidios en menos de ocho meses. Peña Nieto tuvo 15 mil 670 en el mismo periodo; Zedillo, apenas 10 mil 340. La estadística también sangra.
Lo ocurrido en la Benito Juárez no es un hecho aislado. Es el síntoma de una enfermedad que avanza. La capital, otrora fortaleza del control institucional, empieza a mostrar fisuras propias de los territorios abandonados por el Estado. Si asesinar a dos servidores públicos no provoca una respuesta inmediata y contundente, ¿qué se puede esperar para el resto?
El martes de seguridad terminó como empezó: entre declaraciones repetidas y promesas recicladas. Pero esta vez, el telón de fondo no fue un mapa con puntos rojos. Fue una escena del crimen. Una escena que no cabe en las estadísticas optimistas ni en los discursos triunfalistas. Una escena que deja claro que el enemigo no está derrotado. Que, incluso, podría estar ganando.
La estadística también sangra.
Y si el discurso nacional se quiebra, el eco en las provincias no tarda en replicarlo.
A cientos de kilómetros de distancia, en el corazón erosionado del semidesierto zacatecano, el inquilino de La Casa de los Perros proclamó con voz firme —desde el cuartel de Fresnillo— que el estado había dejado atrás la oscuridad y ahora figuraba “entre los más seguros del país”.
Lo decía rodeado de soldados, funcionarios federales y banderas ondeantes. Alardeaba frente al director general de Pemex, Víctor Rodríguez Padilla, y el coordinador general de Bienestar para el Campo, Hugo Raúl Paulín Hernández.
Pero apenas unas horas después, en las mismas tierras, la violencia se encargó de desmentirlo.
En el tramo carretero entre Malpaso y Jerez, elementos de la Guardia Nacional fueron emboscados por presuntos integrantes del crimen organizado. El ataque, según se informó, fue contenido. Hubo un detenido. No hubo heridos. Pero la emboscada existió. Y no fue la única.
En los límites con Aguascalientes, otro ataque. Esta vez contra elementos comisionados fuera del estado, aunque la agresión ocurrió cerca de Zacatecas. Las autoridades activaron los protocolos. Los discursos, también. “Situación controlada”, “coordinación interestatal”, “no mayores afectaciones”. Palabras que ya no consuelan a nadie.
Más al sur, en Villa García, los enfrentamientos no se narran, se viven. Dos jóvenes —una de 20 años, otro de 26— fueron detenidos portando armas largas, cargadores, explosivos caseros, droga y vehículos robados. No eran improvisados. No eran excepcionales. Son el rostro común de un conflicto de baja intensidad que se arrastra por las calles y los caminos, disfrazado de paz oficial.
Pero David Monreal Ávila insiste. Zacatecas ha cambiado, dice. El número de homicidios en Fresnillo ha bajado. No podemos volver a la noche oscura. Lo repite como un conjuro, como si la realidad obedeciera a las palabras.
Lo cierto es que no basta un parte militar ni una ceremonia cívica para declarar la victoria en una guerra que no termina. Mientras se siga confundiendo el control del discurso con el control del territorio, las estadísticas serán espejismos y los honores a la bandera, un acto vacío.
Porque la violencia, que no descansa ni firma convenios, sigue ahí: agazapada entre los pliegues del autoengaño, esperando la próxima oportunidad para recordarnos que el Estado, muchas veces, solo ocupa el escenario… no el terreno.
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