La Casa de los Perros | El alma sitiada de la universidad de Zacatecas

CLAUDIA G. VALDÉS DÍAZ

La universidad —esa torre que debería ser faro y no trinchera— se ha convertido en un campo minado. Ya no es un laboratorio de ideas, sino de guerra sucia. Y como en todo conflicto sin gloria, la primera víctima ha sido la verdad.

Jenny González Arenas, candidata a la rectoría de la Universidad Autónoma de Zacatecas (UAZ), ha lanzado una acusación que sacude los cimientos: afirma ser objeto de una persecución institucional orquestada desde la administración universitaria y avalada por la Fiscalía del Estado. No es poca cosa. En el México de hoy, decir que la Fiscalía te busca sin causa conocida no es una metáfora: es una sentencia anunciada.

La denuncia no queda en lo abstracto. Habla de amenazas, del sabotaje a los frenos de su auto —no una, sino dos veces— y del silencio institucional como cómplice. Habla de miedo, pero también de una decisión de no ceder. En otras latitudes estas acusaciones prenderían alarmas, abrirían investigaciones, provocarían renuncias. Aquí, apenas despiertan incredulidad y, en el peor de los casos, burla.

Lo que en realidad asfixia a la UAZ no es sólo una campaña electoral sucia. Es el cáncer de una cultura política que lleva años incubándose en la penumbra, nutrida por el clientelismo, el amiguismo y la impunidad. Lo universitario se ha vuelto una caricatura de lo político nacional. Donde debería haber debate, hay chantaje. Donde debería haber reflexión, hay espionaje. Donde debería haber formación, hay deformación del espíritu.

El otro candidato, Ángel Román Gutiérrez, habla de inclusión, de salud mental, de armonía. Palabras nobles, pero huecas si no se acompañan de actos. Al cierre de su campaña, no enfrentó a su rival: la negó. Dijo no verla como contrincante. La invisibilización también es una forma de violencia, más sutil, pero igual de brutal.

Mientras tanto, videos anónimos circulan con acusaciones infames: desde un feminicidio hasta una supuesta violación infantil atribuida al rector saliente. El lodo digital cubre todo y a todos. Las campañas negras, lejos de ser excepción, son la regla. Las acusaciones se lanzan como granadas en un callejón: a ciegas, sin precisión, pero con intención de destruirlo todo.

En esta guerra no hay inocentes. Pero sí hay víctimas. La primera es la universidad misma, que se suponía era un bastión de pensamiento crítico y hoy parece más bien un archivo judicial. La segunda son los estudiantes, usados como botín, como carne electoral, como becarios manipulables. La tercera es la comunidad zacatecana, que ve con vergüenza cómo su Máxima Casa de Estudios se convierte en una arena de gladiadores sin honor.

Este no es un conflicto entre una mujer y un hombre. Es un conflicto entre dos formas de entender el poder: una que lo desea para transformarlo, otra que lo defiende como botín. Una universidad no debería temerle a una candidata, ni una candidata temerle a su universidad. Pero aquí todo está al revés: las puertas del saber están cerradas con candado, y la llave la tiene quien grita más fuerte, no quien piensa mejor.

La democracia universitaria se ha corrompido tanto como la del país que la rodea. Si se permiten celulares en las casillas para fotografiar el voto y condicionar el empleo, entonces no estamos votando: estamos obedeciendo. Y si la Fiscalía se presta a operar como brazo político, entonces no hay justicia: hay venganza con membrete oficial.

El llamado final es uno solo: a resistir. A denunciar. A no aceptar la vileza como norma. Porque si la universidad se rinde al miedo, entonces ya no es universidad: es una oficina más del poder. Y una sociedad que permite eso, es una sociedad que se ha resignado a perder.

¿Y después de esto, quién educará a los educadores?

La silla de Pedro, ahora entre dos mundos

El Papa número 267 ha sido elegido. Se llama León XIV, pero su historia no comienza en Roma ni en la Capilla Sixtina, sino en las calles polvorientas de Perú, en las comunidades invisibles de América Latina, y en los márgenes de Chicago donde el migrante no es número, sino carne, esperanza, herida abierta. Este Papa conoce al migrante no por informes diplomáticos ni homilías redactadas por terceros, sino porque lo ha visto. Lo ha tocado.

Y ahí radica la diferencia.

Su misa inaugural, salpicada de latín y buenas intenciones, no fue memorable. Fue diplomática. Pero su biografía —ese raro vínculo entre los Andes y la Casa Blanca, entre los pobres que rezan en quechua y los poderosos que legislan en inglés— es lo que despierta interés.

León XIV es, potencialmente, el primer Papa que podría hacer del drama migrante no solo un punto en su agenda, sino el centro moral de su pontificado. Porque ha vivido entre ellos. Porque es uno de ellos, en espíritu y en historia.

Mientras tanto, al otro lado del Atlántico, el gobierno de Trump —sí, otra vez— ha desempolvado el viejo expediente de la persecución étnica.

Redadas, niños en jaulas, deportaciones en masa, el regreso de esa América que se niega a mirar a sus inmigrantes como lo que son: seres humanos con historias, raíces y futuro. Y ahí, en ese terreno hostil, el rugido de este nuevo León debe ser claro, no litúrgico; debe ser verbo que incomoda y no solo oración que consuela.

Los pontificados se juzgan no por sus palabras, sino por los silencios que rompen.

La Iglesia no necesita más diplomáticos. Necesita un testigo. Y los migrantes, hoy más que nunca, necesitan que alguien grite su nombre desde el balcón de San Pedro, no en nombre de Roma, sino en nombre de la humanidad.

¿Será León XIV ese testigo? Aún es pronto para saberlo. Pero si calla ante este éxodo, si convierte su experiencia en anécdota y no en bandera, habrá traicionado no sólo a los suyos, sino al Evangelio que dice defender. El mundo observa. Los migrantes esperan.

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