Cultura Impar / La elección perfecta
JOSÉ MANUEL RUEDA
En la República de Artificio, los días previos a la gran elección transcurrían con una calma artificial, como esas llanuras secas donde el silencio anuncia tormenta.
El jefe máximo -el Sr. P- llevaba años preparando ese momento: una consulta popular que, disfrazada de democracia, acabaría con el último contrapeso a su poder absoluto: el Poder Judicial.
¿Estás de acuerdo en renovar al sistema de justicia, podrido por la corrupción de los gobiernos del pasado? No mencionaban que la “renovación” consistía en destituir a todos los jueces y reemplazarlos por leales al régimen. Decía que serían elegidos “por el pueblo”, pero de una lista cerrada, aprobada ya.
A nadie parecía importarle. O no lo suficiente.
El Congreso había sido neutralizado hacía años. Lo que fue un recinto plural era ahora una caja de resonancia del Palacio Central. Sus integrantes repetían con fervor las consignas del Sr. P, temerosos de que una sola disonancia los condenara al exilio o al olvido.
Él no llegó al poder por accidente. Comprendía las heridas abiertas de un pueblo empobrecido, humillado y desconfiado. Con un discurso que combinaba redención, rabia y revancha, se presentó como el vengador de los humildes. Su objetivo, el control total.
Su verdadero músculo no eran las urnas. Eran los Padrinos de la dictadura disfrazada en democracia: financistas de campañas, dueños de territorios, repartidores de favores. Donde el Estado no llegaba, ellos daban víveres, protección o miedo. A cambio, recibían impunidad y poder real. El Sr. P les debía el país.
En redes sociales, la maquinaria oficial trabajaba sin descanso. Las palabras del líder eran dogma. Los críticos, traidores. ¡Que el pueblo decida! repetían bots y voceros, aunque las decisiones ya estaban tomadas. Las voces disidentes eran ridiculizadas, silenciadas o borradas.
El día de la elección llegó sin sorpresas. La participación fue baja, pero no importó. El SÍ rotundo ya estaba impreso desde antes. El Sr. P apareció en cadena nacional, “El pueblo ha hablado”, dijo, y con una firma eliminó la independencia judicial.
En las plazas, acarreados de toda la república, los simpatizantes gritaban: “¡Sí se pudo!”, mientras recibían tortas, camisetas o promesas de becas. Nadie preguntaba por las consecuencias. Nadie exigía cuentas.
La élite crítica, fragmentada y temerosa, observaba la caída del último muro institucional. Algunos huyeron. Otros callaron. Unos pocos alzaron la voz, pero sus palabras se perdieron entre el ruido, el conformismo y el miedo.
Artificio había dejado de ser república. Era ya un cuerpo sin esqueleto, gobernado por un solo hombre y protegido por padrinos con fusiles.
Pero muchos seguían creyendo que eran libres.
Las dictaduras modernas ya no requieren botas ni tanques. Les basta una elección falsa, una narrativa emocional, y una masa rendida al mínimo esfuerzo. La democracia no muere con un golpe: muere entre aplausos, subsidios y silencios cómodos. Lo peor no es el tirano: es el ciudadano que prefiere callar.
¿Qué se vivió entonces?
Algunas versiones se encontraron en el grueso de la población, no así de los gobernantes:
Votar fue un error estratégico (y moral)
Si la elección está completamente manipulada participar valida el proceso, aunque el resultado esté amañado.
El régimen ganó legitimidad: puede decir que “el pueblo participó”, incluso si el resultado ya estaba decidido.
Se normaliza el autoritarismo: al votar, aunque sea en contra, se acepta el juego impuesto desde el poder.
El abstencionismo sería una forma de protesta silenciosa, aunque los datos oficiales fuesen otros.
En el caso de Artificio, votar fue una trampa cuidadosamente diseñada: una falsa elección cuyo único fin es aplastar a un Poder y consolidar al autoritario.
Desde esa lógica, votar: un error que convierte una simulación en algo “legal” y “popular”.