La Casa de los Perros | Los desaparecidos de Zacatecas y la verdad sepultada

CLAUDIA G. VALDÉS DÍAZ

En el rancho Izaguirre, en Teuchitlán, Jalisco, la tierra ha hablado.

No lo hicieron las instituciones, que todo lo encubren con burocracia y palabrería, sino el suelo mismo, que vomita huesos y jirones de ropa. Aquí yace el testimonio de una barbarie silenciada, de un país que ha hecho de la desaparición su más cruel forma de exterminio.

Pero ¿quién responderá por estos cuerpos anónimos? ¿Quién dará un nombre a cada uno de estos espectros que la tierra ya no pudo ocultar?

Las madres buscadoras de Zacatecas asisten a la proyección de imágenes en un auditorio frío, con la esperanza de que, entre las prendas ensangrentadas, entre los objetos olvidados, haya algo que les devuelva a sus hijos.

No justicia, no castigo para los culpables, no. Sólo una certeza mínima en medio del horror: saber si aquel suéter, si aquella mochila, si aquellos zapatos pertenecen a su carne y su sangre.

Y aún si los encuentran, ¿será suficiente? ¿No es acaso una condena absurda, una parodia de la justicia, obligar a estas mujeres a reconocer a sus hijos entre las ruinas de la impunidad?

Las fiscalías se jactan de su colaboración, de sus esfuerzos conjuntos, de sus sofisticadas bases de datos. Pero la verdad se impone con la brutalidad de los números.

La Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública (ENVIPE) revela que en 2022 desaparecieron en México 50 mil personas. Sin embargo, el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas (RNPDNO) sólo reconoce 23 mil 525.

¿Dónde están las otras 26 mil 475? ¿Se las tragó también la tierra, como tantos cuerpos que nunca serán exhumados?

La cifra real es, probablemente, hasta 2.8 veces mayor de lo que el Estado se atreve a admitir. La mentira oficial, la negligencia institucional, el abandono cómplice: he aquí los verdaderos responsables de este cementerio sin nombres.

Desde 2006, cuando inició la infame guerra contra el narco, el número de desapariciones se ha multiplicado como una plaga.

De 612 casos reportados en aquel año, hemos pasado a 29 mil 668 en 2023. Cincuenta veces más.

Un incremento monstruoso que no es obra del azar, sino de la descomposición estructural de un país donde la vida humana ha dejado de tener valor.

Jalisco, Zacatecas y Tamaulipas encabezan la lista de estados donde el silencio es más espeso, donde las cifras se convierten en lápidas sin epitafio: en Jalisco, el 60.9 por ciento de los desaparecidos nunca son encontrados; en Zacatecas, el 56 por ciento; en Tamaulipas, el 59.7 por ciento. ¿Es esto un país o una fosa común?

Y dentro de esta tragedia hay patrones aún más aterradores. La desaparición de hombres se concentra en la edad productiva, entre los 20 y los 59 años.

La desaparición de mujeres ocurre, en más de la mitad de los casos, entre los 10 y los 19.

Dos caras de una misma violencia: por un lado, la guerra sin cuartel que engulle a jóvenes trabajadores; por el otro, las redes de trata y la violencia de género que devoran a las niñas. La única constante es la impunidad.

A la tragedia se suma la opacidad.

Los registros oficiales se manipulan, los nombres se borran, las cifras se ajustan al antojo de la conveniencia política.

La organización Data Cívica ha documentado cómo, entre agosto y diciembre de 2023, 10 mil 953 nombres desaparecieron del RNPDNO. No fueron encontrados, no volvieron a casa. Simplemente dejaron de existir en las bases de datos del gobierno. ¿Cuántos de ellos siguen en el subsuelo, convertidos en huesos anónimos?

Y mientras la simulación continúa, las madres buscan. Escarban la tierra con las uñas, con palas, con la desesperación que solo conoce quien ha perdido a un hijo.

Así, acuso a los gobiernos de Jalisco y Zacatecas de su inoperancia y su frialdad. Acuso a las fiscalías de su incompetencia disfrazada de trámites interminables. Acuso a este país de haber convertido la desaparición en una rutina. Pero más que eso, acuso a quienes callan, a quienes no miran, a quienes prefieren la indiferencia. Porque el silencio también mata, porque la indiferencia es otra forma de complicidad.

Y mientras sigamos en este letargo, la tierra seguirá hablando. Pero su mensaje será siempre el mismo: aquí yacen los que nadie quiso buscar.

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